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viernes, 1 de noviembre de 2013

Il conformista - Bernardo Bertolucci (1970)


TITULO ORIGINAL Il conformista
AÑO 1970
IDIOMA Italiano
SUBTITULOS Español (Separados)
DURACION 108 min.
DIRECCION Bernardo Bertolucci
GUION Bernardo Bertolucci (Novela: Alberto Moravia)
MUSICA Georges Delerue
FOTROGRAFIA Vittorio Storaro
REPARTO Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Gastone Moschin, Enzo Tarascio, Fosco Giachetti, José Quaglio, Dominique Sanda, Pierre Clémenti, Yvonne Sanson
PREMIOS
1971: Nominada al Oscar: Mejor guión adaptado
1971: Globos de oro: Nominada Mejor película extranjera
1971: Círculo de críticos de Nueva York: Nominada a Mejor director
1970: Premios David di Donatello: Mejor película (ex-aequo)
1970: Festival de Berlín: Premio Interfilm (Recomendación)
PRODUCTORA Coproducción Italia-Francia; Mars Films Produzione / Marianne Productions
GENERO Drama 

SINOPSIS Cuando tenía trece años, Marcello Clerici le disparó a Lino, un adulto homosexual que intentó seducirlo. Años más tarde, Clerici es un ciudadano respetable, profesor de filosofía y va a casarse con Giulia. Pero ideológicamente Clerici es fascista, tiene contactos con el servicio secreto y se muestra dispuesto a combinar su luna de miel en París con un atentado contra un exiliado político italiano que había sido profesor suyo. (FILMAFFINITY)

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Subtítulos (Español)


Nel 1938 a Parigi Marcello Clerici si perde nei propri ricordi. Egli è un giovane professore di filosofia, la cui esistenza è stata segnata da un episodio drammatico: crede infatti di aver ucciso, da ragazzo, Lino Seminara, un autista che ha tentato di avere con lui dei rapporti omosessuali. In seguito, vivrà nella costante ricerca di qualcosa che lo riscatti dal rimorso che l'opprime. Quando il fascismo prende il potere, Clerici, inseguendo il proprio desiderio di normalità, si butta fra le braccia del regime: una scelta che gli consente di inserirsi in una società che ha nell'ordine e nella disciplina i propri emblemi ed in cui il male e la violenza sono ormai divenuti diffusi modelli di comportamento. Anche la sua vita privata rivela una evidente vocazione al conformismo: afflitto da una madre morfinomane e da un padre violento, Clerici è fidanzato con Giulia, una piccolo-borghese leggera e ambiziosa,  ma conta che anch'essa, col matrimonio, diverrà una signora "normale". L'occasione per vincere i sensi di colpa gli è offerta dalla proposta dell'Ovra, la polizia segreta fascista : consegnare ai sicari del regime il professor Quadri, suo vecchio insegnante all'università ed ora esule politico in Francia. Fiancheggiando questo delitto, Marcello ritiene di poter riscattare l'omicidio compiuto in fanciullezza: questa volta, infatti, la morte è giustificata dai principi in cui egli crede. Coperto dal pretesto del classico viaggio di nozze a Parigi, Marcello incontra Quadri e la moglie Anna, una francese molto bella e spregiudicata che si lega morbosamente a Giulia, sua moglie. Marcello, innamoratosi di Anna, tenta di evitarne il coinvolgimento nell'imminente delitto, ma ormai la sua missione non è rinviabile: nel corso di un viaggio in automobile, egli assiste immobile e muto all'assassinio di Quadri e di Anna. Passano gli annie proprio il 25 luglio del 1943, quando Roma esulta per la caduta del fascismo, Marcello casualmente s'imbatte nell'uomo che credeva di avere ucciso da ragazzo. Se anche si rende conto delle infamie cui l'ha condotto un rimorso infondato, ancora  una volta il suo comportamento si adegua al nuovo corso: accusa Seminara del delitto che lui stesso ha compiuto, denuncia un amico fascista, si accoda a quelli che esultano per la caduta del regime.
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Italia, años 30. Marcello Clerici, un joven timorato y pusilánime de la decadente clase adinerada, se une a la policía secreta fascista. Le asignan una misión: asesinar en París a Luca Quadri, su antiguo profesor de la universidad, de ideología comunista. Aprovechando su viaje de luna de miel con su infantil esposa Giulia, Marcello se pone en contacto con Quadri y conoce también a la mujer de éste, Anna, de la cual se enamora.
"El Conformista" es una película soberbia, redonda, repleta de temas, elementos, tramas y personajes, lo tiene absolutamente todo y no le sobra absolutamente nada. Es grandiosa, fascinante, épica, romántica al tiempo que oscura, lúgubre y amenazadora. Es difícil comenzar a analizarla porque destaca en todas sus facetas, que conforman un impresionante y profundo relato, perfecto cinematográficamente, pero especialmente en cuanto a relato en sí. En otras palabras, el cine como herramienta para contar historias en su sublimidad.
El guión es del propio Bertolucci a partir de la novela de Alberto Moravia, respecto a la cual contiene algunos cambios significativos. El contenido ya es muy atractivo por sí solo, comenzando por el contexto: una historia ambientada en la turbulenta y cambiante Europa de entreguerras. Pero además la personificación de ese contexto en el personaje de Marcello (Jean-Louis Trintignant) es estupenda, compleja y densa. Giulia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda), las dos mujeres que rodean al protagonista, lo apuntalan espléndidamente y son también en sí mismas figuras resplandecientes y delineadas a la perfección. Bertolucci va construyendo el filme en torno a Marcello, y lo hace con una genial estructura narrativa en la que usa flashbacks de diferentes maneras. La película empieza con una llamada telefónica nocturna que Marcello recibe en su hotel en París, y acto seguido lo recoge en coche Manganiello, otro agente fascista, para ir a finiquitar la operación del profesor Quadri. Durante el trayecto se van sucediendo los flashbacks que explican la historia desde el alistamiento de Marcello en la policía fascista hasta llegar al momento presente, aunque no siempre en orden estrictamente cronológico puesto que se incorporan también flasbacks sobre la infancia del protagonista.
Marcello es un personaje sumamente fascinante, tan cautivador como desagradable. El paradigma perfecto de la tibieza, la indiferencia y la cobardía. Inspira compasión y lástima a la vez que repulsión. Ya de niño era maltratado por sus compañeros de escuela, quizás por su procedencia de clase alta. En uno de esos episodios, es "rescatado" por un chófer que terminará abusando de él. Estas secuencias que revelan su pasado más temprano dejan claro que es un individuo pobre, triste, silencioso y dominado por su entorno. Ya en su vida adulta, Marcello sigue siendo débil e incapaz y rodeado de gente enfermiza, como su madre, que se marchita en la vieja mansión familiar consumiendo morfina, o su padre, encerrado en un manicomio. Decide contraer matrimonio con su prometida, Giulia, una joven alegre y cantarina pero pueril y aniñada. Y decide unirse a la policía secreta fascista. ¿Por qué? Es un misterio. Como bien dice el interlocutor que lo entrevista, "algunos lo hacen por temor, otros por dinero, muy pocos por fe en el fascismo, pero usted no". Y Marcello no responde. Ese es su conformismo “activo”, que le mueve a hacer cosas que ni quiere ni en las que cree, por aburrimiento, insatisfacción, repugnancia de sí mismo, como casarse con Giulia o aceptar una misión de asesinato. En su luna de miel por Francia, cuando establece contacto con el profesor Quadri, conoce a Anna, con la que se encapricha (le recuerda a una prostituta con la que estuvo una vez; la veracidad de esta afirmación queda en el aire). “Tengo amigos en Brasil, si vienes conmigo lo abandonaré todo”: le asegura Marcello, una promesa tan vacía e impotente como aparentemente arriesgada. Lo insólito es que Anna le corresponde en cierta manera; igual que a nosotros, el desgraciado y patético Marcello le da asco, ella sabe que es un espía fascista, y aun así se deja arrastrar por él. Esta reacción de Anna, suicida y desesperada, conduce al amarguísimo final en la carretera (retomando la línea cronológica con la que empieza el filme) donde Marcello queda retratado en el momento más brutal y desgarrador de la película. Hay todavía un epílogo, que transcurre unos cuantos años más tarde, en donde tenemos un último atisbo de la decadencia y la destrucción moral absoluta de Marcello, justo después de la caída de Mussolini.
Pero si la monumental historia que narra “El conformista” ya es extraordinaria, no lo es ni un ápice menos la puesta en escena de Bertolucci. La tenebrosa recreación de la Italia y Francia de los años 30, el enorme partido que saca de los primeros planos de unos rostros únicos, la música triste y dulce que mece los paseos de los personajes por entre los diversos escenarios. Y un nombre que brilla con nombre propio, el del director de fotografía Vittorio Storaro. Premiado por su trabajo en "Apocalypse Now" o algunas superproducciones del propio Bertolucci, de quien es colaborador habitual, firma un trabajo deslumbrante de principio a fin. "El conformista" es una película de la que es imposible no enamorarse por el poder arrebatador de todas y cada una de sus imágenes, que se graban a fuego en las retinas. Es necesario ver una copia bien restaurada para intentar disfrutar al máximo de esa luz que entra por los ventanales de los gélidos edificios fascistas o por las cortinas de la casa de Giulia, del sol que caprichosamente baña el compartimento del tren que lleva a la pareja recién casada a París, de los días nublados y melancólicos que se ciernen sobre la vieja Europa, de la belleza de las mujeres y de la mirada hipnótica y vidriosa de Marcello.
“El Conformista” es una película total que, como hemos dicho, contiene todo. Política, retrato social, religión, historia. Viajes, bailes, asesinatos, persecuciones, bodas. Amor, traiciones, infidelidades, pasiones, sexo, obsesiones, traumas, recuerdos, confesiones. Cine de éxtasis, de goce absoluto. Obra maestra obligatoria, imprescindible.
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Parigi, 15 ottobre 1938. Marcello Clerici esce da un hotel, sale su un'auto e inizia l'inseguimento di due persone: un professore antifascista, Luca Quadri, e sua moglie Anna. Durante il viaggio Marcello rivive attraverso la memoria alcuni momenti della propria vita. Tredicenne, egli ha ucciso un autista, Lino, che cercava di sedurlo. Più avanti negli anni, Marcello si sposa e ciò che vuole è una vita normale e integrata. Decide però che per riconquistare l'equilibrio perduto deve compiere un omicidio commissionatogli dal regime fascista e accetta di preparare l'assassinio di un esule, che era stato suo professore universitario. In viaggio di nozze a Parigi con Giulia, avvicina Quadri e la moglie Anna, e ne conquista la fiducia, mentre tra le due donne sembra avviarsi una relazione ambigua. L'inseguimento di Quadri e di Anna si conclude sulle Alpi, dove l'assassinio viene eseguito da quattro sicari. Quando il regime cade, il 25 luglio 1943, Marcello è costretto a staccarsi dagli amici fascisti. Aggirandosi nella Roma caotica e finalmente libera, incontra casualmente l'autista che credeva di avere ucciso e lo accusa di essere responsabile dell'omicidio del professor Quadri e della moglie.
Tratto da un romanzo minore di Alberto Moravia, il film costituisce una svolta importante nel percorso di Bernardo Bertolucci, in quanto segna il distacco da un modello di cinema ispirato alla Nouvelle vague e l'affermazione di una ricerca più personale e non meno complessa. Bertolucci sceglie di lavorare in una situazione produttiva di più ampio respiro e di uscire dall'orizzonte autoespressivo che aveva caratterizzato le sue prove più significative. Parte dal romanzo di uno scrittore affermato, ma un po' tradizionale, e lo usa come una struttura narrativa di partenza, su cui operare con innovazioni di rilievo. Innanzitutto Bertolucci interviene sulla dimensione temporale, proponendo situazioni e fasi diverse dell'esistenza del protagonista senza seguirne l'ordine cronologico. Non solo usa in modo sistematico il flashback, ma lo articola secondo modalità non lineari, proponendo alcuni eventi in successione cronologica, ma aprendo poi d'improvviso il film a un ricordo più lontano e più bruciante, quello della (presunta) uccisione dell'omosessuale corruttore. La conclusione del film, infine, propone un'altra epoca e un'altra situazione del protagonista, che si trova nella condizione di ridefinire l'insieme della propria vita anche alla luce di una nuova scoperta traumatizzante. Il tempo assume quindi il carattere di una stratificazione, di una collocazione complessa di elementi differenziati, che offrono un'immagine ambigua, diversificata e fluida del mondo. Insieme Bertolucci allarga l'orizzonte dei temi, intrecciando variamente la storia personale e la storia politica, l'antifascismo e i difficili rapporti con l'autorità e il padre, l'ossessione della malattia e la psicanalisi. Da un lato infatti il fascismo è presente come un sistema di credenze che implica la sopraffazione e l'assassinio, ma dall'altro opera anche come sistema dell'autorità, assumendo una valenza psichica di legittimazione. All'opposto l'antifascismo e il personaggio del professor Quadri si pongono insieme come esperienza di libertà e come figura paterna alternativa, che il protagonista vuole distruggere. La finalità di Marcello, infatti, è quella di raggiungere l'abiezione del conformismo, come unica soluzione alla colpa e alla malattia che oscuramente sente in se stesso. La dimensione dell'eros è l'altro polo del film, che insieme si articola lungo l'esibizione della banale normalità e l'evocazione contraddittoria della trasgressione, ora come insidia del male (la tentata seduzione dell'autista), ora come opzione di libertà (l'intesa tra le due donne a Parigi).
Il lavoro di messa in scena punta alla elaborazione di un nuovo gusto compositivo, in cui la sperimentazione della Nouvelle vague si misura con le esigenze narrative di un film che non nasconde intenzioni spettacolari. Certo Bertolucci continua a usare con grande libertà le tecnologie del cinema (tra l'altro particolarmente significative sono la fusione di dolly e di carrellata nella sequenza al ministero e la lunga carrellata dell'omicidio nel bosco). Ma insieme lavora alla costruzione di una nuova struttura dell'immagine (già parzialmente configurata in Strategia del ragno, 1970), caratterizzata dalla ricerca di forme più elaborate. Con Il conformista il cinema di Bertolucci diventa figurazione, composizione formale estremamente ricca dell'immagine, ricerca visiva che si intreccia con l'arte e la pittura in un suggestivo gioco di rimandi. I riferimenti alla decorazione e all'iconografia novecentista della parte italiana si intrecciano con immagini e suggestioni della pittura internazionale, da Magritte a De Chirico. Nelle sequenze ambientate a Roma Bertolucci, con l'aiuto di Vittorio Storaro, costruisce contorni netti, entità definite, contrapponendo la luce e il buio, l'oscurità e il bianco, sfruttando le possibilità espressive del nero e delineando un quadro di poli in opposizione di indubbia suggestione. Nelle sequenze parigine, invece, regista e direttore della fotografia scelgono luci filtrate, neri, controluce e colori variamente intrecciati, per costruire veri e propri mosaici luminosi. Così, con gusto estremamente sicuro, Bertolucci delinea un orizzonte iconografico carico di significazioni e capace di illustrare i caratteri specifici profondi dei diversi mondi evocati.
Il film fu accolto con indubbio interesse dalla critica, che colse il passaggio di Bertolucci da una pratica autoriale più sperimentale a un'idea di cinema non tradizionale, ma capace di ripensare i rapporti con la narrazione e la spettacolarità.
Interpreti e personaggi: Jean-Louis Trintignant (Marcello Clerici), Stefania Sandrelli (Giulia), Dominique Sanda (Anna Quadri), Gastone Moschin (Manganiello), Pierre Clémenti (Lino Seminara), Enzo Tarascio (professor Quadri), José Quaglio (Italo Montanari), Milly (madre di Marcello), Yvonne Sanson (madre di Giulia), Giuseppe Addobbati (padre di Marcello), Fosco Giachetti (colonnello), Antonio Maestri (confessore), Christian Alégny (Raoul), Pierangelo Civera (Franz), Pasquale Fortunato (Marcello bambino), Marta Lado (figlia di Marcello), Gino Vagni (Luca), Benedetto Benedetti (ministro), Alessandro Haber (cieco ubriaco).

Bibliografia

E. De Gregorio, Il conformista, in "Cinema & Film", n. 11-12, estate-autunno 1970.

M. Morandini, Il conformista, in "Cineforum", n. 99-100, gennaio-febbraio 1971.

A. Cappabianca, Lessico personale in un connettivo più vasto, in "Filmcritica", n. 214, marzo 1971.

G. Legrand, Les panneaux coulissants de Bertolucci, in "Positif", n. 129, juillet-août 1971.

D. Lopez, Novel into Film: Bertolucci's 'The Conformist', in "Literature/Film Quarterly", n. 4, fall 1976.

M. Morandini, 'Il conformista', in In viaggio con Bernardo. Il cinema di Bernardo Bertolucci, a cura di R. Campari, M. Schiaretti, Venezia 1994.

Ch. Wagstaff, The Conformist, in "Sight & Sound", n. 4, April 1994.

F. Prono, Bernardo Bertolucci. 'Il conformista', Torino 1998.

Paolo Bertetto


Il conformista (1970), film di Bernardo Bertolucci, liberamente tratto dal romanzo omonimo di Aberto Moravia, è opera autonoma con una sua espressività ed un suo linguaggio (cinematografico) specifico. L’intento del regista parmense, coadiuvato dal montatore Franco “Kim” Arcalli, è quello di infondere nello spettatore, lo spirito (e non la realtà) e l’atmosfera di un’epoca. Il conformista evoca un “impressione di realtà” e, attraverso ogni aspetto filmico e narrativo, non tradisce mai questa idea di partenza. È dunque evidente che si tratta di un’operazione di stravolgimento (del romanzo, ma non solo) tesa a visualizzare l’immagine di un simulacro (il fascismo), che ha nel concetto di “normalità” l’adesione silenziosa e totalizzante a un sistema di regole anti-democratiche. Il protagonista, Marcello Clerici, convinto della sua “anormalità”, rivelata (apparentemente) da un episodio della sua infanzia, si inserisce volutamente in un sistema omogeneo e massificato in cui ogni diversità non solo non è contemplata, ma è perfino condannata.
Per tutta la durata del film, la sua indole poggia in equilibrio instabile sull’ambiguità: egli è al contempo assimilato al pensiero unico e straziato dal dubbio: «Insomma, se il fascismo fa fiasco, se tutte le canaglie, gli incompetenti e gli imbecilli che stanno a Roma portano la nazione italiana alla rovina, allora io non sono che un misero assassino». (Alberto Moravia, Il conformista, Bompiani, Milano, 2005 [ed.or. 1951], pag. 244). Amara conclusione cui egli giunge dopo la caduta del fascismo la notte del 25 Luglio 1943, dopo aver intuito che, forse, il suo crimine di infanzia è vissuto solo nella sua testa, e che forse, la strenua corsa alla ricerca di una “normalità” omologata, è stata la negazione del concetto stesso di vita. Il suo rientrare nella “normalità” coincide con l’adesione alla polizia segreta fascista denominata OVRA. Scelta emblematica, visto che qui gli agenti non si sporcano mai le mani, non uccidono, ma si limitano a segnalare, e a fornire informazioni, in modo che altri portino a termine l’eliminazione del soggetto indicato.
Storicamente la caccia e la repressione degli anti-fascisti avviene attraverso un’operazione capillare, ispirata dallo stesso Mussolini. Questi, che nel corso del 1926 è scampato a quattro insidiosi attentati, decide di istituire un corpo speciale all’interno della polizia finalizzato alla protezione della sua persona. Il conformista, in quanto tale appare ontologico all’OVRA stessa: egli non agisce mai direttamente, reitera continuamente gesti e pedinamenti, azioni e parole in codice suggeriti da altri. Il delatore dell’OVRA è una spia, un essere passivo che vive nell’ombra e osserva le vite degli altri: così il conformista si mimetizza nella sterminata massa di informatori del regime, percepisce uno stipendio netto di cinquemila lire (circa € 4.200,00), e agisce nascosto nella folla. A cavallo tra gli anni ’20 e gli anni ’30, ogni condominio è presidiato da un agente dell’OVRA, un’organizzazione tentacolare che controlla capillarmente i movimenti di ogni singolo cittadino. Marcello Clerici dunque, aderendo all’OVRA, vive “l’impressione della normalità” e agisce quasi in una dimensione parallela perfettamente congenita alla sua ambiguità. Egli, con le sue scelte e i suoi comportamenti, è effettivamente endemico all’organizzazione stessa, prima ancora di entrarvi: fatto evidente se si prende in considerazione l’evoluzione storica della stessa polizia segreta.
Già nel nome, l’OVRA, contiene il senso di una “proiezione del reale”, infatti, questo, che appare come un acronimo (ma non lo è), compare per la prima volta in un documento del 2 Dicembre 1930, in cui lo stesso Mussolini, soddisfatto dell’esito di alcune operazioni di polizia, sostiene che «quel nome avrebbe fatto colpo ed acceso la fantasia». Oggi è accertato che OVRA è solo un nome, comparso sul documento come errore dattilografico di PIOVRA, fatto altresì significativo che permette di associare il ruolo del delatore con quello del conformista: entrambi sono vittime di un fraintendimento, cercano la realtà promessa dal regime per poi ritrovarsi a vivere solo come “ombre” dello stesso. Marcello Clerici, in quanto agente dell’OVRA, lavora come informatore, per avvicinare l’esule anti-fascista Prof. Quadri, per poi segnalarlo ai sicari politici che provvederanno ad eliminarlo lontano dall’Italia. Il conformista è colui che ha la vista annebbiata, e non vede altro che il “simulacro della realtà”. Colui che silenziosamente aderisce come collaboratore di un regime (apparentemente) vincente e lo fa nella forma più bieca e vigliacca: quella del delatore.
Nel film di Bertolucci prevale il concetto di “spirale” attraverso cui il singolo personaggio viene stretto d’assedio, circondato e inglobato dalla sua stessa ignavia e dalle proiezioni degli altri personaggi. Marcello Clerici agisce all’interno di un circolo vizioso che ne impedisce sia l’espulsione del senso di colpa che lo attanaglia (dall’infanzia), sia l’estromissione dell’anormalità (l’omosessualità) presunta che gli impedisce di accettarsi così com’è. Egli si muove come un fantasma tanto a Roma quanto a Parigi. Si potrebbe dire che il suo movimento è solo apparente: egli è statico mentre sono gli altri che si muovono intorno a lui. Marcello Clerici osserva, spia, vede passare la vita davanti ai vetri e talvolta questi gli impediscono il contatto con l’esterno. Si apposta dietro le porte socchiuse (in albergo e al Ministero), guarda da dietro i vetri (all’EIAR, in treno, in macchina), ma non agisce: accetta passivamente le scelte degli altri “protetto” dal suo cappello che diventa una sorta di “coperta di Linus”. Il cappello è dunque il simbolo di un’identità conformista; egli lo tiene sempre in testa negli ambienti chiusi e rimane sconvolto dalla dimenticanza nel bordello di Ventimiglia: unico momento in cui deciso, torna sui suoi passi per cercarlo.
Quello che egli cerca in definitiva è un’identità, e la sua scelta è quella di un’adesione indiscriminata al servizio della dittatura: la “normalità” è chiusa nella delazione volontaria. A tal proposito appare emblematica la scena al Ministero, in cui Clerici viene scortato fino all’ufficio del Ministro da due servili segretari che ammiccano ironicamente alla sua scelta pronunciando a turno le parole: «Opera Volontaria… Repressione Antifascista». Bernardo Bertolucci gioca abilmente sul presunto acronimo di OVRA e contemporaneamente sottolinea l’apatia del conformista, il quale si propone come “servo del regime” per adeguarsi ad un sistema “normale” che ipocritamente persegue valori tradizionali: casa, chiesa e famiglia. È lo stesso Clerici a sottolineare lo stesso aspetto durante la confessione pre-matrimoniale: «Sto per costruirmi una vita normale, sposo una piccolo borghese, mediocre, piena di idee meschine, di piccole ambizioni meschine. Si, tutta letto e cucina! La normalità, voglio costruire la mia normalità… faticosamente». Egli evoca qui il concetto di “donna di regime”, propagandata dai cinegiornali Luce del ventennio: una donna che è brava massaia, cucina con bravura e dedizione, servizievole verso il marito, perfetta conduttrice degli affari domestici; muta e gioiosa compagna come è Giulia (che, infatti, viene mostrata, con un lento carrello all’indietro, inginocchiata davanti al confessionale).
Marcello è dunque pronto a vivere in questo idilliaco contesto, con accanto un sorridente angelo del focolare, però egli non crede nella religione, anzi è convinto che solo la società possa giudicare la sua vita; così quando viene incalzato dal confessore a proposito del pentimento, risponde seccamente: «Voglio che il perdono me lo dia la società. Si, mi confesso oggi per la colpa che commetterò domani». Arroganza che dimostra la consapevolezza delle sue scelte: egli è conformista perché decide scientemente di “annegarsi” nella massa per nascondere la sua “diversità” agli occhi degli altri. La sua è una condanna alla passività raffigurata nel film attraverso il concetto di sguardo. Se per gran parte della pellicola, Marcello agisce come voyeur osservando ossessivamente l’agire altrui (ed incarnando il ruolo di spia), nei momenti più intimi e riflessivi emerge in lui una cecità latente. Se questa appare più volte come simulata (sui titoli di testa dove si copre gli occhi con le mani, all’EIAR dove si addormenta…), in altri momenti assume il significato di metafora del fascismo stesso. In due casi specifici, questo concetto viene esplicitato e reso tangibile: durante la festa dei ciechi (che in realtà è l’addio al celibato di Marcello) e nel viaggio finale verso la Savoia, per poi essere ulteriormente evocato (ma con modalità diverse) attraverso l’enunciazione del Mito della caverna di Platone.
La cecità è dunque un simbolo, ma ancor di più una scelta che pone la figura del conformista come colui che elargisce al regime fascista un “silenzio-assenso” scevro di pregiudizi e di motivazioni. Durante la festa organizzata dal’ amico Italo Montanari, Clerici è l’unico vedente e nel seminterrato in cui si svolge il convivio (altra scelta che determina l’occultamento sotto terra degli agenti dell’OVRA e ne sancisce la mimesi nel tessuto sociale), interroga l’amico sul concetto di normalità: «Come è un uomo normale secondo te?». Montanari, con pacatezza, risponde sereno e convinto: «Per me, l’uomo normale è quello che si volta per la strada per guardare il sedere di una bella donna che passa, e scopre che non è il solo ad essersi voltato e ce ne sono almeno cinque o sei. Ed è contento se scopre gente uguale a lui, i suoi simili; perciò gli piacciono le spiagge affollate, le partite di football, i bar del centro…», qui Marcello lo interrompe e aggiunge: «…e le adunate oceaniche a Piazza Venezia», poi Italo riprende il discorso: «Ama quelli che sono come lui e diffida di quelli che sente diversi. Per questo l’uomo normale è un vero fratello, vero cittadino, vero patriota…». Marcello nuovamente interrompe il discorso e chiosa: «…vero fascista!». Italo si siede vicino a Marcello, lo interroga sul fatto se egli concorda o meno con lui e mentre dice: «Si lo so che sei d’accordo, io non mi sbaglio mai», l’inquadratura abbandona il campo medio per mostrare il dettaglio delle scarpe spaiate di Italo. In questo breve scarto figurativo è racchiuso il dubbio che lacera l’animo di Clerici: il suo sguardo cade sulle scarpe del cieco e l’immagine mostra una discrepanza rispetto alla parola («io non mi sbaglio mai»), e sottolinea con forza l’apparente e fittizia sicumera dietro a cui si nasconde il fascismo.
La sicurezza è determinata solo dalla forza, imposta con la violenza dello squadrismo prima e della polizia segreta poi. La forza dell’OVRA e del suo sistema criminale è perfettamente incarnata dall’ “Agente Speciale in Servizio Manganiello” (nomen omen, ma nel romanzo, egli appare invece con l’anonimo nome di Orlando). Questi è come una sorta di Caronte che traghetta Marcello verso i meandri più oscuri e indicibili dell’agire fascista. Manganiello che agisce esclusivamente in funzione del motto: «tutto per la famiglia e per la patria», per tutto il film mantiene un atteggiamento bonario e sornione (escluso l’episodio di Alberi) animato da una rozza efficienza investigativa. Solo nel finale svela la sua vera anima criminale, di uomo uniformato all’ordinamento fascista, attraverso il monologo pronunciato nel bosco della Savoia dopo l’omicidio di Quadri, in cui manifesta tutto il suo disprezzo per gli uomini “passivi” come Clerici: «Che schifo, l’ho sempre detto io: fatemi lavorare nella merda ma non con un vigliacco. Per me, vigliacchi, invertiti, ebrei sono tutti una razza…fosse per me li metterei al muro tutti assieme… anzi, bisognerebbe eliminarli subiro appena nati». Parole che esplicitano l’anima più “rumorosa” del fascismo, quella viscerale della squadrismo, che agisce in modo complementare al “silenzioso” spionaggio dell’OVRA. Manganiello è dunque una sorta di “guida infernale” che accompagna, suo malgrado, Marcello verso il bosco della Savoia e verso la vista della morte.
Durante il viaggio è lo stesso Clerici ad evocare il binomio cecità-fascismo attraverso il racconto di un sogno (ad occhi aperti?) che mette in relazione mandante, sicario e vittima come i tre vertici del triangolo in cui agisce l’OVRA ed evocando l’irrazionale della fuga amorosa come unica via di uscita dal conformismo e dal declivio mortifero su cui sta precipitando. La macchina corre veloce nel freddi boschi della Savoia, circondata dal bianco della neve invernale, e dal suo interno Marcello Clerici racconta: «Manganiello, che strano sogno che ho fatto. Ero cieco e voi mi portavate in Svizzera per farmi operare… ed era il professor Quadri che mi operava. L’intervento riusciva, riacquistavo la vista e partivo con la moglie del professore». Manganiello, che da pragmatico uomo di regime, sa che quello di Marcello è destinato a rimanere un sogno, reagisce con indifferenza e, quasi canzonando il racconto appena ascoltato, rievoca una canzone d’infanzia sulla Svizzera e coinvolge nella burla puerile anche il suo quieto passeggero. Durante il viaggio con Manganiello, in Marcello cresce la convinzione di essere realmente integrato nella “normalità fascista”; in realtà egli non è mai diventato endemico al sistema, proprio a causa di quella sua diversità che cerca continuamente di nascondere, quella stessa che è disprezzata da Manganiello ed è proveniente da tare ereditarie di classe.
Marcello Clerici è figlio di genitori borghesi, di quella stessa classe sociale che si è oltremodo arricchita durante e dopo la prima guerra mondiale, per poi adagiarsi nell’opulenza ed iniziare un lento e progressivo processo di decadenza. La rappresentazione della famiglia borghese che emerge da Il conformista, è devastante: il padre dopo essere stato squadrista e torturatore asservito al fascismo della prima ora è ridotto a un vegetale folle e auto-compiaciuto, rinchiuso all’interno di un manicomio; la madre divenuta schiava della morfina, trascorre i suoi giorni dentro una grande villa in disfacimento, tra sporcizia e disordine, dipendente sessualmente da un autista giapponese che si crogiola nelle sue ricchezze; Marcello, infine, nasconde la sua “diversità” decidendo di mettere al servizio del regime le sue inclinazioni al crimine, diventando uno dei tanti italiani aderenti ad un consenso forzato e auto-assolvendosi da ogni colpa pregressa e futura.
Eppure il tarlo del dubbio, così come la consapevolezza della sua normalità di facciata, persistono in lui, come si evince dal primo incontro con Quadri nella casa di Parigi, dove egli stesso evoca l’ “assurdità” del fascismo in relazione al Mito della caverna. Marcello è un uomo che semplifica, divide il mondo in modo manicheo, non accetta l’ambiguità e la complessità. Non condivide una realtà plurale, sfaccettata e contraddittoria, perché il conformista ha bisogno di un’unica certezza: quella di incontrare altre persone somiglianti. Per questo l’incontro con Quadri suscita in lui un misto di avversione e fascinazione, ed è per questo che il mito Platonico serve da cartina di tornasole della sua intrinseca “diversità”. Quello tra i due uomini è un confronto (mai uno scontro) padre-figlio, avvolto in un complesso edipico latente e mai manifesto. L’incontro tra un fascista straziato dal dubbio ma altrettanto fermamente deciso ad allontanarlo da sé, è un “vecchio” e logoro intellettuale anti-fascista trasparente nella sua impossibilità di incidere sulle vicende italiane. Lontano, esule, teorico, ridotto a mera figura monodimensionale (la silhouette) dalla luce proveniente dalla finestra, il professor Quadri è assimilabile a tutta la classe politica autoreferenziale che agisce all’opposizione nei mesi della crisi innescata dal delitto Matteotti. Di fronte a lui un ex studente che gli rinfaccia di aver abbandonato i suoi studenti, che con la sola presenza lo costringe alla vergogna e alla “fuga” (si nasconde nell’ombra e si nega alla vista di Marcello).
La metafora plurisignificante del “prigioniero” di Platone, entra nel tessuto narrativo per raccontare l’Italia durante il ventennio: i suoi abitanti, obnubilati dalla forza del potere e accecati dalla luce emanata dal fuoco scambiano per vera la realtà che vedono e non si accorgono che quella che passa davanti ai loro occhi è solo l’”immagine della realtà”. Il fascismo è un’allucinazione collettiva che vede uomini e donne aderire compulsivamente ad un sistema criminale e distruttivo. L’annichilimento del pensiero dell’individuo e la coercizione verso un “pensiero unico” trovano nell’atteggiamento passivo di Clerici una forma di adattamento alla “normalità”. Il conformismo del giovane emissario dell’OVRA è comune a tutti coloro che vivono nell’indifferenza e nell’opportunismo un sistema di regole imposto violentemente. Per questo, al ristorante, quando Quadri afferma: «Clerici, mi ero convinto che lei fosse il tipo dell’italiano nuovo», Marcello gli risponde: «È un tipo che non esiste ancora, ma lo stiamo creando». Il suo parlare al plurale («stiamo»), oltre a denotare le cieca acquiescenza all’”ordine” e allo status-quo, si integra perfettamente con il suo compito di delatore: egli deve “solo” consegnare a Manganiello il biglietto con l’indirizzo della casa della Savoia. Compito facile, «avvicinare il Quadri, infondergli fiducia» (diceva il colonnello al Ministero), per poi intascare le cinquemila lire di stipendio. Il viaggio a Parigi, per la missione, coincide con il viaggio di nozze: «tutto per la famiglia e per la patria», appunto.
Nella scena, ambientata nel bosco della Savoia, Clerici osserva, dietro i vetri appannati e chiuso nella sicurezza dell’abitacolo l’evolversi dell’azione criminale: non interviene, non parla, rimane immobile. In questa scena i dettagli scompongono i corpi degli attori, privilegiando il primo piano come elemento empatico. In breve tempo si susseguono gli stacchi che disegnano il profilo della morte. Né Marcello, né Anna possono ritagliarsi uno spazio-altro rispetto a quello a cui sono condannati: l’abitacolo (per lui) e il bosco (per lei) sono frammenti di un mondo stretto in un legame mortifero. Marcello, come un entomologo riesce a perforare la visione statica del volto di Anna e a vederne l’altra dimensione, (cioè quella della morte). Alla donna sparano alle spalle, ma noi ne vediamo il volto ricoperto di sangue, come se l’immagine proposta fosse quella della morte “immaginata” preventivamente da Marcello. Scelta opportuna, e non casuale, che determina la passività del conformista come connaturata ad una scelta precisa e consapevole. Un comportamento razionale dunque, innervato in un tessuto sociale sfilacciato e terminale, legato ad una società inerte.
Guardare e “immaginare”, immoti nella propria adesione alla massa (che, a parole, egli rifiuta), questo, sembra essere il fine ultimo del conformista, anche di fronte alla morte della donna amata (ma forse solo desiderata). Il desiderio di Marcello rimane sospeso nella “permanenza del possibile” in una dimensione interiore e astratta perfettamente sovrapponibile all’immagine ctonia del fascismo e alla sua città simulacro: Roma. Nel film Il conformista, il fascismo aleggia su ogni fotogramma attraverso la sua immagine. Mussolini compare solo come un feticcio: in un busto al Ministero, in una foto sulla parete nel locale della festa dei ciechi, e nella testa di bronzo trascinata su Ponte Milvio al momento della caduta del regime. Per tutto il film si avverte la presenza incombente della dittatura, ma non si vede mai la realtà totalitaria, perché di questa ne viene mostrata solo l’idea rimasta nella memoria. A distanza di anni, ciò che interessa a Bernardo Bertolucci è solo l’evocazione figurativa di un periodo storico: questa viene raffigurata attraverso i volumi e gli spazi dell’architettura razionalista e mediante l’immagine bidimensionale degli uomini di potere che hanno attraversato quegli anni. Manganiello, il Ministro, il fiduciario Raul di Ventimiglia, sono soltanto proiezioni semplicistiche degli uomini di regime. Bertolucci vuole fortemente sottolineare l’inconsistenza ontologica del potere fascista, fatto di uomini rozzi, ignoranti e “vuoti”, mera coreografia (necessaria) di un abbaglio collettivo.
Il finale claustrofobico, in cui l’uomo di spalle siede di fronte ad un fuoco che illumina il letto del giovane pederasta, se da un lato sancisce il suo ritorno alla “diversità”, dall’altro condanna Marcello ad una pena infernale. E proprio l’immagine conclusiva sottolinea la dimensione “infernale” del conformista: stretto tra le sbarre delle inferriate di quella prigione (non più dorata) che egli stesso ha voluto, fortissimamente, costruirsi. Quello sguardo in primo piano che chiude il film è ricolmo di rimpianto per la vita non-vissuta, ma è anche un monito (morale e non-moralista) diretto allo spettatore (Marcello guarda dritto in camera) affinché non si chiuda nello stesso labirinto e non cada nella trappola del conformismo, amplificato dalle parole provenienti dalla canzone diegetica che udiamo in sottofondo: «Folla che canta / t’allontani da me / nella vita cos’è che ti manca / forse tu vai cercando l’amor / che questo cuor non ti sa dar…». (Nel romanzo Marcello muore con la sua famiglia in seguito ad una sventagliata di mitragliatrice proveniente da un aereo, che colpisce la macchina su cui sta viaggiando verso Tagliacozzo)
Fabrizio Fogliato
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Podría decirse que El conformista, basada en la novela de Alberto Moravia, es una de las mejores películas de Bertolucci, y que además constituye un corte dentro de la filmografía del director, un antes y un después en el que de a poco queda atrás la experimentación y el ensayo (Partner, Prima della rivoluzione) para salir a la búsqueda de un espectador mayoritario. Qué gran año 1970 para Bertolucci: el traidor y el héroe de Borges metaforizado en La estrategia de la araña y el texto de Moravia que bucea en los pensamientos y la ideología (y también en sus miedos y traumas de la infancia) de un fascista que debe asesinar a quien fuera su profesor marxista.
Hoy Bertolucci es un anacronismo como cineasta luego de que sus últimas películas (Cautivos del amor, Refugio para el amor, Stealing Beauty, Los soñadores) fueran, de manera injusta, reprobadas por una buena parte de la crítica y el público. A nadie le interesa el Bertolucci de los ochenta hasta hoy, aun con sus desniveles y sus tardíos escándalos, y sí aquellos años en que El conformista junto a las películas de Pasolini, Fellini, Bellocchio, los Taviani conformarían un corpus irrepetible para la historia del cine. En efecto, Bertolucci fue uno de los tantos cineastas que se dio cuenta de la crisis ideológica de los sesenta y uno de los primeros que abrió las puertas de un cine internacional, provocador y talentoso, desmesurado y ciclotímico, destinado a la revisión de medio siglo de Italia (Novecento), al ajuste de cuentas con su compromiso político anterior (Último tango en París) y a desentrañar el tema del Edipo en clave operística (La luna). Justamente, esa gran década del director se abría con El conformista y se cerraría con La luna, en medio de escándalos, prohibiciones y cortes de la censura. Se recuerda que en Argentina, durante la dictadura, La luna se estrenó con 25 minutos menos…
Por ese motivo, tal vez sus películas posteriores (incluyendo al academicismo oscarizado de El último emperador) resulten menos interesantes que esos diez años en los que Bertolucci logró conjugar su puesta en escena operística con los temas que más lo preocupaban: el sexo, la política, el psicoanálisis.
Bajo estos códigos de identificación, El conformista es una película de contrastes: la Italia fascista y el marxismo francés, la sexualidad castrada y el sexo liberal, el psicoanálisis como recuerdo del pasado y el psicoanálisis dialéctico, el nuevo mundo que intenta sostenerse a través del asesinato y la delación y otro mundo diferente que se aferra a las ideas en lugar de a la violencia y el crimen. Y allí está Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant) dispuesto o no a cumplir la misión de matar a su profesor marxista para eliminar todo rastro de un pasado que lo llevó a sumergirse en dudas e incertidumbres (ideológicas, afectivas, morales). Clerici es un fascista convencido de su rechazo a un mundo que empieza a descubrir cuando viaja para cumplir el mandato fascista. No es un personaje convencido por una actitud reflexiva sino por aquello que lo rodea: un mundo feliz, sin ataduras sexuales, que baila festivo y vital a su alrededor mientras no comprende de qué se trata semejante alegría. En ese sentido, la gran escena que transcurre en el restaurante, donde cara a cara bailan las dos mujeres opuestas y complementarias (la ingenua novia del protagonista y la desinhibida pareja del profesor), acaso sintetice el ideal femenino de Clerici. Este extraordinario momento de El conformista, en el que confluyen los personajes principales y secundarios de la película, también resume las virtudes de puesta en escena del director, sus obsesiones temáticas y su pasión por el cine norteamericano clásico: hasta puede verse una foto de Stan Laurel y Oliver Hardy sin que se expliquen los motivos.
Sin embargo, sería una pena que esta escena sólo sea recordada por el baile entre Dominique Sanda y Stefania Sandrelli, pleno de erotismo voyeurista (Clerici mira sin entender, claro). Es en este punto donde el cine de Bertolucci se transformaría en una pieza de museo cuyos responsables son el mismo director y un público que sólo extraña sus películas por esas escenas provocadoras. Es verdad: los años 70 en Italia, ya lejos de La dolce vita de Fellini y más cerca de la fragmentación ideológica del PCI y de la aparición oficial de Las Brigadas Rojas, necesitaban un cine que hiciera temblar la cúpula del Vaticano. Por eso, mientras Pasolini estrenaba Saló o los 120 días de Sodoma para ser asesinado, poco más tarde, por un amante ocasional (para la historia oficial), Bertolucci concebiría sus mejores películas. Pero el tiempo también le hizo daño a su obra setentista: cuando se habla de esos films, se recuerda ese baile de las dos mujeres en El conformista, la maratón sexual de Brando y María Schneider en Último tango…, la masturbación simultánea de la prostituta a los amigos (Depardieu y De Niro) en Novecento y los encuentros íntimos entre madre e hijo en La luna. Lamentablemente es así y no debería serlo: estas películas de Bertolucci siguen estando por encima de esas escenas que provocaron escándalo.
Pero hay otra escena en El conformista que también sirve como recuerdo de aquel cine que empezaba a ser popular, y que tiene relación con la forma en que el director presentaba su pensamiento político. Antes de cumplir la misión y paseando con su objeto de deseo incomprensible (la novia de su profesor), Clerici es cercado por una mujer y sus dos chicos que venden flores. La mirada de Clerici es imperturbable frente a semejante hecho mientras continúa su paso por la calle. La mujer se da cuenta de quién es y qué representa como ícono de una ideología, razón por la cual comienza a entonar “La Internacional” a pocos metros del protagonista. ¿Qué ocurre hoy con esta escena, en su momento potente y esclarecedora? ¿Es que el cine de Bertolucci, incluyendo la gran película que sigue siendo El conformista, se ha transformado en algo solamente didáctico e ingenuo? El año que viene Bertolucci cumple 70 años y estrenó El conformista cuando tenía 30. No tengo otra respuesta. (Escribe Gustavo J. Castagna, para EL AMANTE, Argentina) 
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Cuando tenía 13, años Marcello Clerici le disparó a Lino, un homosexual adulto que intentó seducirlo. Años más tarde, Clerici es un respetado ciudadano, profesor de filosofía y va a casarse con Giulia. Pero Clerici se ha vuelto fascista, tiene contactos con el servicio secreto fascista, y está dispuesto a combinar su luna de miel en París con un atentado a un exiliado político italiano que había sido profesor suyo.

En 1938 en París Marcello Clerici está inmerso en sus recuerdos. Es un joven profesor de filosofía, cuya existencia ha sido marcada por un acontecimiento dramático: en efecto, cree que de pequeño mató a Lino Seminara, un chofer que intentó mantener relaciones homosexuales con él. A partir de entonces ha estado constantemente buscando algo que le rescate del remordimiento que le atormenta. Cuando el fascismo llega al poder, persiguiendo su propio deseo de normalidad, Clerici comulga con el régimen: esta elección le permite introducirse en una sociedad cuyos emblemas son el orden y la disciplina y en la que el mal y la violencia se han convertido en modelos de comportamiento muy extendidos. También su vida privada revela una evidente vocación de conformismo: atormentado por una madre morfinómana y un padre violento, Clerici está comprometido con Giulia, una chica burguesa, fácil y ambiciosa. Sin embargo, él cree que al casarse ella también se convertirá en una señora “normal”. La oportunidad de superar su sentido de culpabilidad se la ofrece la propuesta que le hace la Ovra, la policía secreta fascista: debe entregar a los sicarios del régimen al profesor Quadri, su antiguo profesor de la Universidad y actualmente exiliado político en Francia. Colaborando en este delito, Marcello cree que podrá redimirse del asesinato que cometió en su juventud: en efecto, esta vez la muerte se justifica por los principios en los que cree. Con el pretexto del clásico viaje de novios a París, Marcello se reúne con Quadri y su mujer Anna, una francesa muy guapa y emancipada que entabla una amistad morbosa con Giulia, su mujer. Marcello, que se enamora de Anna, intenta evitar que se vea envuelta en el delito que está a punto de cometerse, pero ya no puede aplazar su misión: durante un viaje encoche, asiste impasible al asesinato de Quadri y Anna. Pasan los años y precisamente el 25 de julio de 1943, cuando en Roma se celebra la caída del fascismo, Marcello encuentra por casualidad al hombre al que creía haber matado de pequeño. A pesar de darse cuenta de las aberraciones a las que le ha llevado un remordimiento infundado, una vez más su comportamiento se adecúa a los nuevos acontecimientos: acusa a Seminara del delito que él mismo ha cometido, denuncia a un amigo fascista y se une a los que festejan la caída del régimen.
Siendo niño, Marcello se ve turbiamente enredado por el chófer de su familia, Lino Seminara, a quién dispara y cree haber matado. En consecuencia, Marcello Clerici crece en la Italia fascista con un cierto complejo de culpabilidad, no sólo por haber asesinado a un hombre, sino también por escrúpulos de tipo moral. Su única obsesión es ser como los demás, lo que le impulsa a refugiarse en el fascismo, no por ambiciones políticas, sino para confundirse en la indiferencia y el conformismo. Se casa con Giulia, por el mismo motivo, para hundirse en la vulgaridad. Al mismo tiempo, Marcello reconsidera la familia de la que procede. El padre está recluido en una clínica para perturbados mentales, y la madre, lleva una vida disipada, y aparentemente es toxicómana. Marcello se pregunta, abrumado, que cómo puede ser un hombre normal, proviniendo de tal familia. Llega a proponer al gobierno el irse a París para matar al representante de los exiliados, que fue un antiguo profesor suyo. Con el pretexto del viaje de novios, llega a París y entra en contacto con el profesor. Aquí sale un poco de su indiferencia, queriendo retroceder en su misión. Pero de nuevo se deja llevar por los acontecimientos, y asiste desde un coche al asesinato del profesor, para, a continuación, seguir viviendo procurando confundirse con un mundo vulgar. El 25 de julio de 1943, en una manifestación que celebra el derrumbamiento del régimen fascista italiano, reconoce entre la muchedumbre el rostro del chófer Lino, a quién creía muerto. Se desmoraliza al ver que ha desperdiciado su vida por un sentido de culpabilidad que no tenía fundamento, para olvidar algo que nunca había existido.
La aparición de El conformista supuso un hito en la evolución de la personalidad cinematográfica de un gran cineasta llamado Bernardo Bertolucci. Nos encontramos a finales de la década de los treinta y Marcello Clerici es un joven profesor de filosofía cuya existencia se ha visto marcada por un episodio ocurrido en su infancia: un intento de abuso sexual por parte del chófer de la familia.
Sus convicciones políticas se corresponden plenamente con el régimen fascista que se instaura en Italia durante la época, tanto que se le encarga la misión de acabar con un personaje non grato para la causa gubernamental.
Adaptación de una novela de Alberto Moravia, el filme aborda el concepto de traición y su correspondencia con la identidad moral de la lealtad. La influencia paterna y la facción psicoanalítica de la memoria están presentes en el retrato de un personaje principal que actúa desde el resentimiento.
Guiado por un afán conformista, que desemboca en un comportamiento apoyado en la comodidad y en la falta de iniciativa, Clerici se convierte en la transfiguración del estado de ánimo reinante en la sociedad italiana. Bertolucci crea escuela con sus planos secuencia, con la composición de encuadres de una riqueza narrativa al alcance de muy pocos cineastas contemporáneos.

2 comentarios:

  1. Otra joyita de Bertolucci,de lo mejor del cine italiano de los 70.
    Grazie mille Amarcord.

    Eddelon

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  2. ruben de Montevideo17 de mayo de 2014, 16:02

    no se que pasa, pero desde ayer, película que trato de descargar, los links no
    existen y ésta no es una excepción
    caro amarcord chè cosa sucede?

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