ESPACIO DE HOMENAJE Y DIFUSION DEL CINE ITALIANO DE TODOS LOS TIEMPOS



Si alguién piensa o cree que algún material vulnera los derechos de autor y es el propietario o el gestor de esos derechos, póngase en contacto a través del correo electrónico y procederé a su retiro.




domingo, 14 de agosto de 2011

Ginger e Fred - Federico Fellini (1985)


TÍTULO Ginger e Fred
AÑO 1985 
IDIOMA Italiano
SUBTITULOS Español (Separados)
DURACIÓN 127 min.
DIRECTOR Federico Fellini
GUIÓN Federico Fellini, Tonino Guerra, Tullio Pinelli
MÚSICA Nicola Piovani
FOTOGRAFÍA Tonino Delli Colli & Ennio Guarnieri
REPARTO Giulietta Masina, Marcello Mastroianni, Franco Fabrizi, Frederick von Ledenburg
PRODUCTORA Coproducción Italia-Francia-Alemania; PEA / Revcom Films / Stella Film
GÉNERO Comedia

SINOPSIS Una pareja de bailarines que habían saltado a la fama gracias a su perfecta imitación de Ginger Rogers y Fred Astaire se reúnen años después en Roma para aparecer en un programa de televisión. El regreso de la pareja resultará bastante traumático para los dos. (FILMAFFINITY)


Bonus track con el homenaje de Fellini a la gran pareja de baile de todos los tiempos, a través de dos viejos imitadores cuya nobleza se enfrenta a la ignominia de la televisión.
“Para comprender en qué nos emociona Ginger y Fred allí donde Berlusconi ya nos deprime, no será inútil emprender un desvío por la historia (del cine). Como todos los cineastas señalados de la posguerra, Fellini tuvo, en tanto que cineasta, la intuición del medio que vendría tarde o temprano a conmover el cine: la televisión. No toda la televisión, sino su parte popular, hecha de juegos y atracciones, a mitad de camino entre la antigua cultura carnavalesca y su pequeño-aburguesamiento de masa. A partir de La dolce vita, es perfectamente posible discernir en la obra felliniana como una anticipación irónica, es decir cínica, de lo que será la programación televisiva. Esta obra, es ya una ‘cadena’, la ‘Fellini Uno’…”
(Serge Daney en Libération, 1986).
--------------------
Doble de pan y circo, por favor

Fiametta Profili, asistente personal de Fellini, asegura en el documental La magia de Fellini ( The Magic of Fellini, Carmen Piccini, 2001) que en los últimos años, el director italiano (siempre dispuesto a la improvisación, gustase esto o no a sus actores) sólo escribía historias de una página y que los productores tenían que elaborar la película a partir de ahí. No es difícil imaginar que fuese eso mismo lo que precisamente ocurrió con Ginger y Fred, una película construida en torno a una idea básica, el reencuentro de Amelia y Pippo, dos bailarines, que en su época de gloria formaban una inseparable pareja que imitaba al dúo de baile por excelencia, Fred Astaire y Ginger Rogers, pero que no se ven desde hace treinta años, tras truncarse su relación profesional. El motivo de la reunión: la participación de ambos en un programa especial de Navidad.
La pareja protagonista, y en la que reside la mayor parte del atractivo de la cinta es también la pareja de actores favorita de Fellini, que sin embargo no había compartido antes la pantalla: su esposa, Giuletta Masina, y uno de los rostros más carismáticos del cine italiano, Marcello Mastroianni. Remitiéndome de nuevo al documental de Carmen Piccini (consistente básicamente en un conjunto de entrevistas e imágenes de archivo de entrevistas al director y a la gente de su entorno cinematógrafico), era Claudia Cardinale la que decía que Mastroianni era el actor preferido de Fellini, además de su mejor amigo, para terminar concluyendo que ambos eran una misma persona. Desde este singular punto de vista también sería posible contemplar el reencuentro ficticio de Ginger y Fred como el reencuentro real de Masina y Fellini como director y actriz en una misma película, algo que no sucedía desde hacía veintiún años, con Giulietta de los espiritus (Giulietta degli spiriti, Federico Fellini, 1965). Quizá sea precisamente por eso, Masina desprende un aura especial con la que logra componer un personaje auténticamente conmovedor.
Amelia-Ginger llega a los estudios de televisión convencida de que su actuación será el punto álgido de un programa de variedades, y poco a poco se irá dando cuenta de que en realidad se trata de un show en el que compartirá escenario junto a un grupo de enanos, un travesti, imitadores de segunda, un mafioso, un decrépito héroe de guerra, un cirujano plástico que realiza cincuenta operaciones diarias, un fakir que embaraza a las mujeres con la mirada e incluso una vaca de dieciocho ubres, en definitiva, un circo que se alimenta de la carnaza con el fin de ocultar la cruda realidad en que vivimos (algo que no agradecemos lo suficiente) y que resulta tanto más estremecedor en cuanto que parece un vivo reflejo de la televisión actual (han pasado casi veinte años desde el rodaje del film), y que parece poco probable que jamás desaparezca de nuestras vidas, remarcando la faceta visionaria del director italiano. Así pues, en torno a esta simple idea del reencuentro en los estudios de televisión donde se desarrolla prácticamente toda la película, Fellini crea una curiosa sátira en torno al mundo de ésta, la publicidad y en general a todo lo que se convierte en un opio para el pueblo (incluyendo el fútbol), siendo el momento cumbre el desternillante testimonio de la mujer que ha estado un mes sin ver la televisión como parte de un experimento sociológico y que asegura entre sollozos que no repetiría la experiencia, encadenado con uno más de los absurdos anuncios que se van insertando a lo largo de la película.
La veterana bailarina se comenzará a preguntar quien demonios le mandaría a ella meterse en semejante jaleo. La respuesta se torna bastante evidente desde un principio para el espectador. Añora esos días felices en que era una estrella junto a su adorado compañero Pippo, y quiere recordar, revivir aquella época, volver a saborear las mieles de la fama y la gloria antes de que caiga por última vez el telón y por supuesto encontrarse de nuevo con Pippo, saber que ha sido de él. A Pippo la vida le ha tratado bastante peor que a su compañera (convertida ahora en empresaria) y durante esos años ha pasado por un manicomio (detalle que no hace que Mastroianni abuse de unos posibles excesos histriónicos) y por el abandono de su esposa, siendo su motivación principal el dinero que les pagan por la actuación. Ello no obstante, no impide que el orgullo le impulse a defender ante su pareja de baile, durante el ensayo previo a la actuación, que el dinero no es lo que el quiere, sino decirle a los sesenta millones de espectadores lo borregos que son.
A pesar de la citada sátira, Ginger y Fred no llega a convertirse en ningún momento en una comedia, sino que más bien se trata de una película bastante emotiva, en la que el adiós de los protagonistas realmente tiene el regusto de un adiós definitivo, pero con la satisfacción de que ambos han revivido los mejores momentos de su vida. Además, después de que ellos se vayan, tenemos el consuelo de que el tercer protagonista de la historia permanecerá inmutable, anunciando sus miles de nuevos canales, productos y programas, ya sea en la estación de tren, en el bar, o, mejor aún, en nuestros propios hogares, devorando nuestro cerebro por nosotros, si le queremos dejar…
Sergio Vargas
http://www.miradas.net/0204/estudios/2004/01_ffellini/gingeryfred.html



Nel corpo della scrittura di Ginger e Fred fluttuano stilemi e scampoli dei precedenti film di Fellini, ma insieme con essi pulsa un sotterraneo deposito memoriale. Ecco i nani, i culturisti, le creature ipersensibili e favolose, le voci fruscianti, ingorgate in una mescolanza di gerghi, suoni, fonemi, di parlate spinte ai limiti del suggerimento e dell'impercezione timbrica. La lezione di ginnastica facciale catturata en passant da una Tv ricorda, anche per la arguta caricaturalità della pronuncia, la maestra di ballo di Luci del varietà; i tagli di luce toccano alternativamente la magia surreale del circo e, specie nel piano delle torce elettriche, l'onirismo del filone notturno; la scenografia dello show televisivo ricalca i toni della Città delle donne.
Anche in Ginger e Fred Fellini è attratto da una materia rarefatta, composta di ombre e luci, di sostanza psichica e stupore aurorale. Il soffiare misterioso e impaurente del vento (già incontrato nelle profondità di Roma) scatena la danza dei sosia e mette in moto il meccanismo della fantasia: quasi evocando sensitivamente, e in ogni caso traendo fuori dall'involucro della piccolo - borghese, la poesia ingenua di una Cabiria che si abbandona chaplinianamente a un suo passo di danza e guarda stupita, come nel finale - bellissimo - de Le notti di Cabiria, la compagnia dei giovani che le sfila innanzi (ma stavolta i bolidi sono quelli spettrali di TobyDammit e Roma).
Correlativamente la simbologia animale dei mondo visualizzato (in Ginger e Fred significativamente una mucca con 18 mammelle) si lega a quelle affini de La dolce vita e del Casanova; l'antenna televisiva e lo spazio circostante replicano le costruzioni, stranianti e vagamente fantascientifiche, del finale di Otto e mezzo e l'aeroporto della Città delle donne. E l'autobus che trasporta all'inizio gli ospiti subito immette in una realtà eccitata e levantina (omologa di quella italiana e più specificatamente romana), che nei film precedenti metaforizzava anche grazie alla musica la tumultuosità e l'elettrica tensione del mondo attuale.
Fellini insomma cita se stesso; o come accade nella scrittura post - moderna, interpone spezzoni delle precedenti scritture per campire il tessuto informe di ciò che si è soliti chiamare modernità. Solo che nel caso di Ginger e Fred, il caravanserraglio scarrocciato in lungo e in largo sta in una realtà, che non è il frutto dei solo artifizio della fantasy (come in tanti illustri esempi), ma è l'immagine della situazione italiana nel viraggio irreale ed ipnotico dei materiali che essa presenta.
Il paesaggio - palude puteolente e infida abitata da fantasmi, drogati, montarozzi di macerie e immondizie - è l'esatto contrappunto visivo delle descrizioni apocalittiche dell'ultimo Pasolini; gli aiutanti di colore, l'elefantiaca accidia degli inservienti, la maleducazione di massa rigano cromaticamente il racconto con il loro effetto di verità; i deformi non sono più le tensive, patetiche creaturine già incontrate ne La strada, in Otto e mezzo, nel Satyricon e in Amarcord, ma bensì le insorgenze fenomeniche di un genocidio culturale e antropologico, conosciuto da tutti ma da tutti pienamente accettato.
I mostri di Ginger e Fred sono in primo luogo gli individui conformi alla dispersione e all'irrealtà codificate dalla televisione. La banda dei centenari; il sindaco di Borgosole con tanto di vacca, moglie e vicesindaco; l'ottuagenaria rantolante col marito giovane; la ragazza infatuata dell'extraterrestre e l'ex-prete che racconta la sua love story di fronte a milioni di persone; il frate volante ed il sequestrato; il boss della malavita (“A modo suo, è un divo pure isso”) e l'uomo che ingravida con lo sguardo; la spiritista e il mago della chirurgia plastica: via via - in un crescendo da climax - sino all'ideatore degli slip commestibili, alla vincitrice della gara di pasta e alla casalinga che, sottoposta alla prova di un mese senza televisione, riferisce gli spasimi dell'astinenza, per concludere con un gorgheggiante “Mai più!”, cui tiene ovviamente dietro la pubblicità della superporchetta Fulvio Lombardoni (che sta in tutta evidenza per Fulvio Berlusconi, che Fellini avrebbe voluto in un primo momento volgere in Lambrusconi). Le marcature linguistiche di Ginger e Fred sono quelle dell'accumulo e della contrapposizione. I dettagli ed i caratteri, le movenze ed i giuochi verbali sciamano in una congerie da capogiro, oppure si traspongono nel contrasto patente: vedi il caso del parlamentare che digiuna contrappuntato dalla pubblicità dei fischioni giganti; oppure l'inquadratura in cui la scritta parenetica “Roma pulita” si lega ossimoricamente al sottostante mare di sacchetti e rifiuti.
In questa infilata di teratologia da fantascienza nostrana, la visionarietà di Fellini scatena fusioni di schizofrenia e demenzialità, capaci di competere coi “Drive in”, ma disformi da una tanta piattezza e scempiaggiane grazie all'inventiva e alla implicita coscienza critica. Ginger e Fred descrive l'orrida comunità di destino dell'esclusione sociale (i barboni autentici che debbono prender parte alla rubrica “Ai margini della metropoli”) e biologica (il transessuale, alias “benefattrice carceraria” visitante reclusi per destino e vocazione); mostra i simulacri e le manipolazioni del potere; mette sotto accusa, attraverso la metafora dell'abiezione televisiva, la nuova civiltà dell'immagine che tutto riduce a spettacolo e volgarità. Non è la prima volta che Fellini affronta la tematica dei media, sia pure in senso lato: la fascinazione del fumetto si accompagnava in Lo sceicco bianco alla critica di costume, e ne La dolce vita c'è tutta l'invadenza del mezzo moderno. Quanto alla pressione occulta e non dichiarata se ne incontrano esempi ne La città delle donne e, prima ancora, ne Le tentazioni del dottor Antonio. Ma è la prima volta che un film del regista riminese racconta drittamente la gran baraonda del consumismo televisivo. Lo stile prescelto è il grottesco, applicato agli spot pubblicitari (il povero Alighieri che fiorentineggia su un orologio da polso, il ralenti della salsiccia arrotolata sulla polenta, gli slogan: “Vado pazza per la pizza”, “Ma che volete di più dalla vita?”), ma anche decalcato sui caratteri e sulle situazioni.
L'ironia felliniana (non immediatamente politica, dunque non violenta) ha impennate di sulfurea causticità, ma bordeggia appena il tasso di bassezza e orribilità dei programmi televisivi. Allo stesso modo la Tv raccontata nel film - ha ragione Umberto Eco - non è quella dissociata e circolare dell'indistinto e canceroso proliferare di un identico schema, la Tv che noi si ha sotto gli occhi specie negli esempi delle private.
Tutto vero: ma nell'uno caso e nell'altro non si tratta di obiezioni imputabili al film. Ginger e Fred non è infatti in nessun istante il racconto, o resoconto oggettivo, dello stato odierno delle comunicazioni di massa coi suoi effetti di rimbecillimento e degenerazione. Ma diventa una metafora - da cui il suo valore, estetico morale e ovviamente anche liberatorio - della moderna società dello spettacolo e, per estensione, della decadenza ed entropia del mondo moderno.
Ginger e Fred è un'opera epocale in cui la fantasia interviene come universo di pulsioni che s'oppongono all'alienazione. Dice un personaggio del film (è l'intronato ammiraglio sabaudo): “lo amo gli artisti: sono dei benefattori dell'umanità. Oh, sì, io Ii amo”. Il riflesso abbagliante dell'arte dell'immagine non disgiunta di significato e di connotati estetici - è la figura che riconosce la creatività del soggetto contro l'oppressione del banale.
Due dei termini del fantastico felliniano - quello pascoliano dello “stupore” di fronte alle luci e ai colori, stupore che s'allarga al “meraviglioso” delle creature difformi; lo smantellamento della struttura dei mondo reale, attraverso una satira che richiama Marziale ma anche i vignettisti e gli umoristi -, in Ginger e Fred agiscono come poli contrapposti allo stupidario di massa. I mostri autentici del film si controtipano sulle immagini esteriori che giornali e Tv hanno loro imposto; sono simbolicamente i sosia, i doppi privati della loro realtà individuale: Clark Gable e Kafka, la regina Elisabetta, “Marcello” Proust; e poi Celentano, Woody Allen, Villa, Dalla, la Dietrich e BB, Bette Davis e Ronald Reagan. Mostri per effetto di una onnipresente, universale mercificazione.
In un tale universo retto dal l'acculturazione e dalla conformità ai modelli dominanti, la naturalità dei due ex-ballerini li rende diversi e stranieri, allo stesso modo in cui la poesia è una nota stonata e fuori luogo. Sotto l'ammasso di violenza e ridicolo, nulla parrebbe resistere. Senonché - e qui siamo al terzo nucleo dell'immaginazione felliniana - il “ricordo” fa rivivere la “verità”. Quando arrivano in scena (un carrello in avanti, l'altro in controcampo arretrante), da patetiche sopravvivenze del passato Amelia e Pippo ritornano ad essere Ginger e Fred: non lo stereotipo dell'immaginario di massa ripreso pedissequamente, ma la sua immagine nella nostalgia di Fellini. (...)
L'obiettivo trasloca sui corpi e le immagini di Fred e Ginger. La scena della danza, con la scolastica compitezza di lei, lo snobismo pronunciato dell'uomo, tecnicamente tanto più ammirevole quanto più risulta impacciato e inefficace; e poi le canzoni di Irving Berlin: tutto contribuisce a restituire il fascino del passato. Fascino fondato sulla naturale innocenza e immediatezza dei sentimenti.
Così, se i due ballerini sono il microcosmo incantante e lirico che si determina nel contrasto col macrocosmo dell'alienazione, la loro verità interiore è in fondo la più scoperta: quella della solitudine e dell'infelicità esistenziale, l'invecchiare del corpo e il presentimento della fine. Forse non a caso la trivialità degli altri - del presentatore (un incrocio tra una figura alla Mike Bongiorno e una voce tutta smancerie e sentimentalismo, molto ben resa da Alberto Lionello), dei segretari di produzione, degli infiniti pretendenti e scagnozzi - si accompagna alla ideologia dei giovanilismo.
Il patetismo di una condizione di estraneità al presente, estraneità provocata dal correre degli anni e dalla degradazione del quadro sociale, in un film come Ginger e Fred è ovviamente temperato dall'ironia. Amelia che si guarda allo specchio, provando a stirarsi la pelle e acconciandosi le rughe, ha il tono di chi dopotutto contempla il disastro con salomonica rassegnazione. Una diversa considerazione Fellini riserva al personaggio maschile: prediletto perché perdente (proiezione struggente e anche scherzosa della propria nostalgia); irridente e fragile; gratificato persino di un ribellismo anarcoide, inedito nel regista romagnolo.
Se nel tratteggio di una malinconia tutta virile dell'invecchiamento, Marcello Mastroianni (dopo aver costruito in maniera impressionante e angosciosa la senilità di Casanova ne Il mondo nuovo) è eccezionale in quel suo scivolare dall'istrionismo alla pena, dalla rabbia all'impotenza alla cialtroneria, Giulietta Masina appare perfetta nel suo ritratto di piccolo -borghese, coi suoi cappellini, la mantella a scacchi moderatamente elegante, la camicia col fiocco (merito qui di quel grande costumista che è Danilo Donati), ma anche nella ingenuità innocente di una Alice che s'affaccia nel mondo delle meraviglie, in ciò ricordando i suoi due personaggi più memorabili: Gelsomina e Cabiria.
L'ultima sequenza dei film si chiude su una ritmica serrata ed oscura. Poi, coi titoli di coda, ritorna la musica del ricordo. Il mito di un passato anch'esso nutrito di finzioni, riprende a fluire incontaminato nell'immaginario degli spettatori: giacché in “questo film, più che in altri, la memoria assolve, ed è assolta di fronte alla volgarità dei presente”.
Gualtiero De Santi, Cineforum n. 252, 3/1986
http://www.municipio.re.it/cinema/catfilm.nsf/d9afd4ba800a592cc1256f48002ef98c/472b5d214f6bbd3dc1256c0f0050955f?OpenDocument

5 comentarios:

  1. Amigo Amarcord, te pediría cordialmente que actualizaras estos enlaces también. Esta película ni la tengo ni la he visto, y me gustaría completar al máximo mi conocimiento de Fellini.
    Un saludo afectuoso,
    Juan Carlos

    ResponderEliminar
  2. Me maté para conseguirla y terminé con una versión en frances que le quita toda la gracia a esta joya. Menos mal que la ha repuesto y podremos disfrutarla como Dios manda. Gracias :-)

    ResponderEliminar
  3. Andaba buscando la filmografía de Fellini, por fin la encontré, muchísimas gracias por el excelente trabajo que llevan en este blog, seguiré viniendo por aquí bastante seguido...

    ResponderEliminar