AÑO 2010
SUBTITULOS No
DURACIÓN 88 min.
DIRECTOR Michelangelo Frammartino
GUIÓN Michelangelo Frammartino
FOTOGRAFÍA Andrea Locatelli
REPARTO Giuseppe Fuda, Bruno Timpano, Nazareno Timpano
PRODUCTORA Coproducción Italia-Alemania-Suiza
WEB OFICIAL http://lequattrovolte.it/
PREMIOS 2011: Premios David di Donatello: 3 nominaciones
GÉNERO Drama
SINOPSIS Una visión poética de los ciclos de la vida y de la naturaleza, de las tradiciones olvidadas de un lugar fuera del tiempo. Una película de ciencia ficción sin efectos especiales, que acompaña al espectador a un mundo desconocido y mágico, para descubrir el secreto de cuatro vidas misteriosamente entrelazadas entre sí. (FILMAFFINITY)
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Lo bello y lo triste
Existen, al margen de leyes de mercado y colonizaciones de gustos cinematográficos, películas hechas desde la sensibilidad y las entrañas. Desde la delicadeza artística. Películas que demandan ser sentidas, disfrutadas, como una poesía. La materia de Le quattro volte , melancólica y luminosa representación de los ciclos de la vida -humana, animal, vegetal, mineral-, es el lirismo. Su escenario: un pueblito medieval italiano, fuera del tiempo y del espacio, cuyas atmósferas y ceremonias conmueven de un modo casi físico, sin necesidad de palabras.
La estética de Le quattro..., en la que predominan los planos largos, lejanos y estáticos, y una dolorosa belleza natural, nos remiten, por ejemplo, a El cielo gira , de Mercedes Alvarez: es decir, a Víctor Erice. Sólo que la película de Michelangelo Frammartino funciona como una extraña ficción construida sobre la realidad. Empieza con un viejo un pastor en el crepúsculo de su vida. La secuencia de su muerte, en la que sus cabras van entrando a su casa y subiéndose a los precarios muebles, resulta tan documental como onírica, tan realista como surrealista. El cierre de la tumba, filmado desde adentro, y el posterior nacimiento de un cabrito marcan los saltos cíclicos que propulsan a esta pequeña joya.
Hay planos secuencia de rituales religiosos y sociales, que bien podrían pertenecer al fino costumbrismo -de rescate de tradiciones- de El árbol de los zuecos , filmados con toques de humor físico, espontaneidad, distanciamiento, ausencia de diálogos y una sutil edición de sonido: a lo Jacques Tati. Algunos encuentran, además, alegorías metafísicas o esotéricas. Metáforas sobre la migración del alma. La interpretación -innecesaria para disfrutar la película- se abre a la subjetividad de cada uno.
Lo indiscutible es que asistimos a un ínfimo milagro: el modo en que Frammartino parece manejar a la naturaleza, hasta en sus mínimos detalles, en favor de su cine. El filme discurre circularmente. Al final, nos queda el sabor agridulce, delicioso, de haber sido testigos de un mundo a punto de desaparecer. Y el alivio de sentir que esa clausura puede ser también un principio: el falso consuelo individual que nos otorgan los ciclos naturales y los verdaderos artistas.
Miguel Frias
http://www.clarin.com/espectaculos/cine/bello-triste_0_483551662.html
Miguel Frias
http://www.clarin.com/espectaculos/cine/bello-triste_0_483551662.html
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El tiempo y lo que deja a su paso
Exhibida en la Competencia Internacional del último BAFICI (en donde injustamente no obtuvo premios), la película de Michelangelo Frammartino se concentra en los detalles, en apariencia nimios, pero reveladores de la experiencia humana y el paso del tiempo.
Hace mucho tiempo que una película estrenada en la cartelera local no generaba en el espectador tanta empatía por el acto de contemplar. Una sensación ligada al propio hecho cinematográfico, a la cualidad de mirar hacia un punto y asistir al devenir de acciones en tiempos y contextos definidos. Le quattro volte eleva esa empatía hacia zonas fecundas para el cine contemporáneo, estableciendo una discreta complicidad entre la puesta en escena y el público-voyeur.
Mezclando el documental con la ficción, Frammartino describe los rituales cotidianos de un pequeño pueblo calabrés, con especial detenimiento en la vida de un pastor. Sin ningún tipo de subrayado o pintoresquismo, el realizador invierte la ecuación entre registro y acontecimiento propia del cine clásico, permitiendo que la cámara “espere” la consumación de los actos. De esta manera, accedemos a las vivencias del pastor, pero también al trabajo con la leña, las celebraciones religiosas y la vida de las cabras. Cuando el personaje central muere (en un giro que recuerda –salvando distancias- a Psicosis de Alfred Hitchcock), los animales cobran un mayor protagonismo, pero el filme no pierde su coherencia estética.
Ganadora en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2010, Le quattro volte posee verdad y belleza en cada fotograma, por partes iguales. Resultan cruciales las escenas con las cabras, verdadero personaje colectivo. También es destacable la labor de un perro que –créase o no- es el motor dramático de una de las secuencias más bellas y cómicas que ha dado el cine en los últimos tiempos.
El relato encanta al espectador con su poder de contemplación, gracias a encuadres pictóricos alejados de cualquier preciosismo academicista. Otro aspecto destacable es el no-uso de la palabra como herramienta comunicativa. Y no es que en la película nadie hable, pero los diálogos, a la distancia, enfatizan el valor de lo comunitario como espacio de transacciones personales y simbólicas. Detrás de esos actos de habla giran los rituales, el trabajo, la vida misma. Pocas veces el cine llega a tamaña síntesis. Le quattro volte lo logra. Sin lugar a dudas, estamos frente a una obra maestra.
Ezequiel Obregon
http://www.escribiendocine.com/criticas/el-tiempo-y-lo-que-deja-a-su-paso
Ezequiel Obregon
http://www.escribiendocine.com/criticas/el-tiempo-y-lo-que-deja-a-su-paso
La macchina da presa posizionata in altezza, un piano d’insieme dall’alto verso il basso, come fissata su un palo. Sullo sfondo, un piccolo villaggio calabrese, in primo piano una strada sterrata, un angolo di fattoria e un vecchio fabbricato sulla destra, la strada divide in diagonale il recinto, il mondo animale e la città, il mondo umano.
Una camionetta annunciata dal rumore del motore entra nel campo visivo e si arresta sulla parte destra dell’immagine. Un centurione scende, esattamente un paesano travestito da soldato romano. Il cane che custodisce il recinto abbaia in mezzo alla strada, diffida.
Un secondo centurione esce dalla camionetta, quindi un terzo, correndo tutti verso il centro del villaggio. poi la notizia si diffonde, la processione arriva, preceduta da uno dei centurioni venuto a cacciare il cane che difende il gregge di capre per lasciare la via libera agli abitanti.
Tutto il villaggio si è riunito per commemorare la Pasqua, ricostruendo la passione di Cristo. La macchina da presa osserva dalla sua cima, gira per seguire la strada che prosegue vacillando verso la collina dove appaiono sul fondo dell’inquadratura, la dove le linee di fuga si incontrano, due croci. La processione passa dolcemente. La cinepresa torna sul primo campo, il cane sta facendo ritorno una volta la folla passata. Un bambino arriva in ritardo e tenta di raggiungere il gruppo quando è spaventato dal cane che abbaia.
Per distrarre l’animale, il ragazzo gli lancia delle pietre, farà diversione, il bambino corre per sfuggire al piccolo cane. Quest’ultimo, non trovando la pietra scagliata, finisce per afferrare con le zanne la grossa pietra installata dai primi centurioni sotto la ruota della camionetta alfine di tenerla ferma.
Tolta la pietra, ecco che il veicolo si mette in marcia e va a sfondare il recinto, liberando le capre. Hanno finalmente la possibilità di occupare il mondo degli uomini come un piano anteriore lasciava presupporre (una vista d’insieme del villaggio e dei campi circostanti dove il gregge guadagnava poco a poco il terreno in direzione del villaggio).
Fracasso, non sentiremo che il rumore, la cinepresa nuovamente puntata in direzione della collina, dove la processione si è concentrata, per scorgere la folla presso tre croci innalzate alla sommità, mentre il bestiame si disperde in tutto il villaggio.
Questo lungo piano sequenza di dieci minuti, durante il quale la macchina da presa rimane fissata al suo asse, avendo come unico movimento la rotazione che accompagna la strada, seduce per la ricchezza degli elementi, per la sua semplicità apparente e il miscuglio di tonalità (tra humor, tenerezza e tensione). Si tratta senza alcun dubbio di uno dei piani meglio riusciti di questi ultimi tempi e una delle sequenze più forti di questo secondo lungometraggio del regista Michelangelo Frammartino, Le quattro volte.
Una camionetta annunciata dal rumore del motore entra nel campo visivo e si arresta sulla parte destra dell’immagine. Un centurione scende, esattamente un paesano travestito da soldato romano. Il cane che custodisce il recinto abbaia in mezzo alla strada, diffida.
Un secondo centurione esce dalla camionetta, quindi un terzo, correndo tutti verso il centro del villaggio. poi la notizia si diffonde, la processione arriva, preceduta da uno dei centurioni venuto a cacciare il cane che difende il gregge di capre per lasciare la via libera agli abitanti.
Tutto il villaggio si è riunito per commemorare la Pasqua, ricostruendo la passione di Cristo. La macchina da presa osserva dalla sua cima, gira per seguire la strada che prosegue vacillando verso la collina dove appaiono sul fondo dell’inquadratura, la dove le linee di fuga si incontrano, due croci. La processione passa dolcemente. La cinepresa torna sul primo campo, il cane sta facendo ritorno una volta la folla passata. Un bambino arriva in ritardo e tenta di raggiungere il gruppo quando è spaventato dal cane che abbaia.
Per distrarre l’animale, il ragazzo gli lancia delle pietre, farà diversione, il bambino corre per sfuggire al piccolo cane. Quest’ultimo, non trovando la pietra scagliata, finisce per afferrare con le zanne la grossa pietra installata dai primi centurioni sotto la ruota della camionetta alfine di tenerla ferma.
Tolta la pietra, ecco che il veicolo si mette in marcia e va a sfondare il recinto, liberando le capre. Hanno finalmente la possibilità di occupare il mondo degli uomini come un piano anteriore lasciava presupporre (una vista d’insieme del villaggio e dei campi circostanti dove il gregge guadagnava poco a poco il terreno in direzione del villaggio).
Fracasso, non sentiremo che il rumore, la cinepresa nuovamente puntata in direzione della collina, dove la processione si è concentrata, per scorgere la folla presso tre croci innalzate alla sommità, mentre il bestiame si disperde in tutto il villaggio.
Questo lungo piano sequenza di dieci minuti, durante il quale la macchina da presa rimane fissata al suo asse, avendo come unico movimento la rotazione che accompagna la strada, seduce per la ricchezza degli elementi, per la sua semplicità apparente e il miscuglio di tonalità (tra humor, tenerezza e tensione). Si tratta senza alcun dubbio di uno dei piani meglio riusciti di questi ultimi tempi e una delle sequenze più forti di questo secondo lungometraggio del regista Michelangelo Frammartino, Le quattro volte.
Qualche minuto più tardi, l’uomo rende l’anima in un ultimo toccante rantolo, felice, circondato dalle sue capre. Nessuna fioritura nel rituale, alcuni compaesani si occupano dell’uomo. La bara e il piccolo corteo funebre si ritrovano sulla stessa strada vista poco prima al momento della processione.
Questa volta però, invece di prendere a destra, il gruppo imbocca la strada di sinistra, la via scende verso gli Inferni mitologici o più semplicemente verso la terra nutrice. La cinepresa si ritrova improvvisamente installata nella fossa, che accoglie la bara, assistendo senza alcuna possibilità di scelta alla chiusura ultima della stele.
Immerso nella penombra, lo spettatore sente solo dei colpi, di martello forse, dei colpi che sembrano sempre più dei battiti di un cuore. Ecco que l’obiettivo si fissa senza transizione, brutalmente, sull’agnello che esce dal corpo della madre. Nuova nascita, come una reincarnazione, l’immagine capta i primi movimenti, i primi respiri di questo essere gracile, si attarda con tenerezza sulla tenacia di questo agnello, che deve a qualsiasi prezzo apprendere a camminare.
È questo Le quattro volte, il cinema di Frammartino, questa combinazione di poesia e realtà; tra un montaggio di finzione e simbolico e il documentario, tra una aspirazione all’elevazione e l’attaccamento alla terra.
Collegare questi mondi, ecco il talento del regista italiano, dopo il suo primo film Il Dono. Ha avuto bisogno di tempo per scegliere questo villaggio calabrese, appropriarsi dei luoghi, delle persone, sentire l’incredibile potenza di questa terra, posare la sua cinepresa nel momento giusto, attendere la luce migliore atta ad esporre l’emozione desiderata, e più semplicemente veder svilupparsi i personaggi.
Michelangelo Frammartino assume il suo gusto per un certo ascetismo cinematografico, senza effetti di sceneggiatura, né effetti visivi o di messa in scena magniloquenti, giusto uno sguardo posato su questo piccolo mondo di brusio dove il silenzio delle voci regna per meglio far avvertire l’attività soggiacente delle nostre campagne e farci sentire sino a che punto l’uomo è di passaggio in terra.
Questa volta però, invece di prendere a destra, il gruppo imbocca la strada di sinistra, la via scende verso gli Inferni mitologici o più semplicemente verso la terra nutrice. La cinepresa si ritrova improvvisamente installata nella fossa, che accoglie la bara, assistendo senza alcuna possibilità di scelta alla chiusura ultima della stele.
Immerso nella penombra, lo spettatore sente solo dei colpi, di martello forse, dei colpi che sembrano sempre più dei battiti di un cuore. Ecco que l’obiettivo si fissa senza transizione, brutalmente, sull’agnello che esce dal corpo della madre. Nuova nascita, come una reincarnazione, l’immagine capta i primi movimenti, i primi respiri di questo essere gracile, si attarda con tenerezza sulla tenacia di questo agnello, che deve a qualsiasi prezzo apprendere a camminare.
È questo Le quattro volte, il cinema di Frammartino, questa combinazione di poesia e realtà; tra un montaggio di finzione e simbolico e il documentario, tra una aspirazione all’elevazione e l’attaccamento alla terra.
Collegare questi mondi, ecco il talento del regista italiano, dopo il suo primo film Il Dono. Ha avuto bisogno di tempo per scegliere questo villaggio calabrese, appropriarsi dei luoghi, delle persone, sentire l’incredibile potenza di questa terra, posare la sua cinepresa nel momento giusto, attendere la luce migliore atta ad esporre l’emozione desiderata, e più semplicemente veder svilupparsi i personaggi.
Michelangelo Frammartino assume il suo gusto per un certo ascetismo cinematografico, senza effetti di sceneggiatura, né effetti visivi o di messa in scena magniloquenti, giusto uno sguardo posato su questo piccolo mondo di brusio dove il silenzio delle voci regna per meglio far avvertire l’attività soggiacente delle nostre campagne e farci sentire sino a che punto l’uomo è di passaggio in terra.
Le quattro volte, sorta di riflessione sul ciclo vitale proprio a un mondo, osserva le quattro stagioni, i quattro volti di uno stesso luogo per metterne in rilievo i minimi dettagli, questo sguardo divergente dagli altri sul quotidiano. È nuovamente una sinfonia in tre movimenti, sinfonia pastorale potremmo dire. La prima parte ci conduce sui passi di un vecchio paesano, che non ha altro che delle capre, che accompagna ogni giorno al pascolo nei campi. La vecchiaia non lo aiuta, l’uomo è malato, tossisce molto e prende come unico rimedio della polvere raccolta in chiesa diluita con acqua nella speranza di una guarigione. Una fine di vita tranquilla, senza rimorsi ne rimpianti.
Si spegne un mattino, attorniato dalle sue capre. Il secondo movimento seguirà a ritroso i primi giorni di un capretto, un tenero piccolo animale bianco curioso e perso, mescolato e isolato all’interno del suo stesso gregge e infine dimenticato nei boschi. Sparirà sotto questo albero maestoso, a cui lascerà in eredità il suo posto, il suo primo ruolo per permettere alla conifera di vivere, vivere la sua tragedia, lei solitaria, potente e diritta che gli uomini verranno ad abbattere per servirsene come di un immenso palo alla cui sommità fisseranno un ridicolo piccolo abete in vista di una cerimonia di cui lo spettatore non saprà mai nulla. Poi taglieranno l’albero, lo faranno a pezzi e lo porteranno, alla fine della sua corsa, in un atelier dove fabbricano carbone. Primo e ultimo piano del film, polvere tornata polvere, simbolizzando ogni vita, polvere nutrice poiché il carbone troverà il suo posto in un focolare del villaggio.
La storia de Le quattro volte non è dunque tanto quella di un personaggio che piuttosto di un luogo, metafora del mondo. Da questa trama delicata e improbabile, Frammartino tesse un’opera dalla bellezza ammaliante. Che se non voleva veramente mettere in scena, né utilizzare effetti visivi, rimane innegabile che questo cineasta possiede questo sguardo da fotografo che riesce a captare una luce ogni volta particolare, ad attendere il momento ideale per ottenere naturalmente un fotogramma ricco di senso, trovando l’angolo adatto, il tono propizio per apprezzare una sequenza.
Attento osservatore, Frammartino testimonia di una capacità a cogliere le emozioni, dare un sapore intenso ai fenomeni che si compiono al nostro sguardo, tenerezza e humor di fronte ai primi passi di un capretto o le sventure del ragazzino alle prese con il cane da pastore, tristezza e melancolia alla morte del paesano, una sorta di disillusione amara alla vista dell’albero da abbattere per soddisfare le festività del villaggio.
Si spegne un mattino, attorniato dalle sue capre. Il secondo movimento seguirà a ritroso i primi giorni di un capretto, un tenero piccolo animale bianco curioso e perso, mescolato e isolato all’interno del suo stesso gregge e infine dimenticato nei boschi. Sparirà sotto questo albero maestoso, a cui lascerà in eredità il suo posto, il suo primo ruolo per permettere alla conifera di vivere, vivere la sua tragedia, lei solitaria, potente e diritta che gli uomini verranno ad abbattere per servirsene come di un immenso palo alla cui sommità fisseranno un ridicolo piccolo abete in vista di una cerimonia di cui lo spettatore non saprà mai nulla. Poi taglieranno l’albero, lo faranno a pezzi e lo porteranno, alla fine della sua corsa, in un atelier dove fabbricano carbone. Primo e ultimo piano del film, polvere tornata polvere, simbolizzando ogni vita, polvere nutrice poiché il carbone troverà il suo posto in un focolare del villaggio.
La storia de Le quattro volte non è dunque tanto quella di un personaggio che piuttosto di un luogo, metafora del mondo. Da questa trama delicata e improbabile, Frammartino tesse un’opera dalla bellezza ammaliante. Che se non voleva veramente mettere in scena, né utilizzare effetti visivi, rimane innegabile che questo cineasta possiede questo sguardo da fotografo che riesce a captare una luce ogni volta particolare, ad attendere il momento ideale per ottenere naturalmente un fotogramma ricco di senso, trovando l’angolo adatto, il tono propizio per apprezzare una sequenza.
Attento osservatore, Frammartino testimonia di una capacità a cogliere le emozioni, dare un sapore intenso ai fenomeni che si compiono al nostro sguardo, tenerezza e humor di fronte ai primi passi di un capretto o le sventure del ragazzino alle prese con il cane da pastore, tristezza e melancolia alla morte del paesano, una sorta di disillusione amara alla vista dell’albero da abbattere per soddisfare le festività del villaggio.
La sfida era di spessore con Le quattro volte. Michelangelo Frammartino si sforza di filmare un mondo senza altro dialogo che una comunicazione naturale, una simbiosi che passa più per i gesti che per le parole. Le sole conversazioni umane non sono che dei mormorii e dei rumori di cui non si indovinano mai completamente i propositi. Un film senza parole, senza musiche oltre il semplice movimento del vento e i belati regolari, che poteva annunciarsi come il peggiore dei tedi. Non è così.
Lo spettatore si lascia trascinare in questa Calabria senza tempo, di sgembo ai tempi moderni, l’accelerazione, la pretesa umana de modernità e di eternità. Anche l’ultima scena dove seguiamo i preparativi in un atelier dove si produce carbone diventa seducente, come se questo mestiere tradizionale e in via di estinzione potesse affascinare per la sua dimensione rituale (la costruzione del focolaio, la costante attenzione durante la combustione).
Primo piano sui fori di questa tortiera di legno da cui un fumo bianco evade, come una strana bruma che invade la terra. La magia è all’opera in Le quattro volte, tutto concorre a offrire una boccata d’aria, non sempre gioiosa, ma di un sollievo meditativo raro.
Una capra si introduce curiosa e avventurosa nella cucina del vecchio uomo. Sulla tavola della cucina una pentola chiusa da uno strofinaccio trattiene una colonia di lumache che l’uomo ha raccolto con fatica. L’animale salta sulla tavola, si ferma un istante prima di rovesciare il recipiente.
Nella luce di fine giornata dove i raggi esplorano la polvere della stanza, la bestia si staglia con uno humor maestoso. L’animale prende il possesso dei luoghi umani, ritrova una libertà senza recinti. L’uomo passa, l’animalità dimora, e il ciclo prosegue senza tregua.
Emeric Sallon
http://www.rapportoconfidenziale.org/?p=12663
Lo spettatore si lascia trascinare in questa Calabria senza tempo, di sgembo ai tempi moderni, l’accelerazione, la pretesa umana de modernità e di eternità. Anche l’ultima scena dove seguiamo i preparativi in un atelier dove si produce carbone diventa seducente, come se questo mestiere tradizionale e in via di estinzione potesse affascinare per la sua dimensione rituale (la costruzione del focolaio, la costante attenzione durante la combustione).
Primo piano sui fori di questa tortiera di legno da cui un fumo bianco evade, come una strana bruma che invade la terra. La magia è all’opera in Le quattro volte, tutto concorre a offrire una boccata d’aria, non sempre gioiosa, ma di un sollievo meditativo raro.
Una capra si introduce curiosa e avventurosa nella cucina del vecchio uomo. Sulla tavola della cucina una pentola chiusa da uno strofinaccio trattiene una colonia di lumache che l’uomo ha raccolto con fatica. L’animale salta sulla tavola, si ferma un istante prima di rovesciare il recipiente.
Nella luce di fine giornata dove i raggi esplorano la polvere della stanza, la bestia si staglia con uno humor maestoso. L’animale prende il possesso dei luoghi umani, ritrova una libertà senza recinti. L’uomo passa, l’animalità dimora, e il ciclo prosegue senza tregua.
Emeric Sallon
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