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miércoles, 23 de junio de 2021

La casa dalle finestre che ridono - Pupi Avati (1976)

TÍTULO ORIGINAL
La casa dalle finestre che ridono
AÑO
1976
IDIOMA
Italiano
SUBTÍTULOS
Español (Separados)
DURACIÓN
110 min.
PAÍS
Italia
DIRECCIÓN
Pupi Avati
GUIÓN
Antonio Avati, Pupi Avati, Gianni Cavina, Maurizio Costanzo
MÚSICA
Amedeo Tommasi
FOTOGRAFÍA
Pasquale Rachini
REPARTO
Lino Capolicchio, Francesca Marciano, Gianni Cavina, Giulio Pizzirani, Bob Tonelli, Vanna Busoni, Pietro Brambilla, Ferdinando Orlandi
PRODUCTORA
A.M.A. Film
GÉNERO
Terror. Thriller | Giallo

Sinopsis
Stefano, un joven restaurador, es encomendado a restaurar el martirio de San Sebastián, el último trabajo de Legnani. Al parecer, Legnani sufría desórdenes mentales, solía pintar a gente cerca de la muerte o de la agonía. Estos hechos junto con la extraña atmósfera que rodea al pueblo donde ha llegado Stefano, hacen de su realidad una pesadilla. (FILMAFFINITY)
 
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Pupi Avati es uno de los cineastas italianos más desconocidos en nuestro país, en el que apenas se han estrenado un tercio de su obra, una verdadera pena teniendo en cuenta el envidiable dominio que tenía Avati en géneros varios como la comedia o el cine de aventuras. Pero donde destacó sobremanera este, en un principio, músico y experto en jazz (disciplina que abandonó cuando cayó en cuenta de que sólo sería un músico normal y no un genio, realizando incluso varios documentales y series sobre dicho estilo) fue en el género de terror.
 
Su nombre se escribe con letras de oro en la historia del fantaterror italiano ya sólo por haber dirigido la presente La casa dalle finestre che ridono, una joya donde las haya, considerada por muchos como la última obra maestra de un género que comenzó con La muchacha que sabía demasiado, (Mario Bava, 1963) y concluyó oficialmente con Tenebre (Dario Argento, 1982). Así mismo propone una más que sugerente variación sobre las propias reglas del giallo, dejando secuencias para la posteridad, aunque sin llegar a pertenecer totalmente al sub-género: más bien es una cinta de terror gótico.
 
La casa con las ventanas que ríen es un viaje al mismo centro del horror, o del miedo, como se prefiera. Un paseo por terror de alto grado en una película que revela a Avati como un perfecto creador de atmósferas, acercándose y alejándose del giallo, reinventándolo, y hasta subvirtiéndolo, jugando con el espectador hasta límites insospechados, tanto en lo formal como en lo argumental. Prodigio de equilibro ético/estético que puede provocar verdaderas pesadillas.
 
Ya en los títulos de crédito iniciales Avati demuestra que en La casa con las ventanas que ríen puede pasar de todo, sembrando en el espectador la semilla de la incomodidad. Un cuerpo masculino es acuchillado salvajemente mientras se oye una tenebrosa voz que parece decir cosas sin sentido. Lo que más tarde se revelará como una morbosa unión entre arte y horror a través de la pintura, sacude al espectador desde el primer segundo, para acto seguido llevarle a un pueblo en el que la palabra normalidad no parece existir en el diccionario. Un relato de terror y violencia en medio de un marco rural.
 
En ese ambiente, que evoca títulos e intenciones de cineastas que utilizaron recursos parecidos para describir la maldad humana, caso de Lucio Fulci y Tobe Hooper dentro del género (aunque la principal referencia en ese aspecto es The Wicker Man, el film de 1973 de Robin Hardy), o incluso Sam Peckinpah, Avati desmonta por completo el giallo: para empezar, los asesinatos se producen en off, las escenas eróticas se practican con ropa, al menos hasta que el fundido en negro sugiere el acto sexual; todo ello en beneficio de una de las atmósferas más enrarecidas y escalofriantes que ha dado el cine, y de la cual se han visto influenciados numerosos cineastas, sobre todo David Lynch. Eso sí, el tramo final es la catarsis absoluta de todo el relato y sus personajes.
 
Las sorpresas desveladas en ese tramo final muestran una de las grandes características del género, para un servidor la más llamativa y atrevida: su irreverencia religiosa. En esos minutos finales, densos como pocos, se llega con ello a extremos impensables, revelando la identidad de los autores de los asesinatos, a la par que se da una bofetada sin miramientos ni vergüenza a las creencias y el miedo (el silencio de un pueblo donde todo el mundo sabe más de lo que dice). Nunca un pecho descubierto tuvo tanta mala baba ni intenciones tan perversas. Ecos de Hitchcock, milimétrica puesta en escena y el horror en estado puro.
 
La casa con las ventanas que ríen demuestra la superioridad de Pupi Avati en el género del terror, en el que también hizo las destacables, y poco reconocidas por estos lares, Thomas e gli indemoniati (1970), Le strelle nel fosso (1979), L’arcano incantatore (1996) y Il nascondiglio (2007). Secuencias como las del protagonista abriendo una puerta en la oscuridad, y Avati plasmando el instante como si de un cuadro se tratase son únicas y repetibles. La idea de la obra perfecta a partir de la muerte es un tema de lo más sabroso en cineastas como el italiano.
 
Lo dicho, una joya.
Alberto Abuín
https://www.cinemaesencial.com/peliculas/la-casa-de-las-ventanas-que-r%C3%ADen-0


 El demonio se agita a mi lado sin cesar;
flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento cómo quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.

A veces toma, conocedor de mi amor al arte,
la forma de la más seductora mujer,
y bajo especiales pretextos hipócritas
acostumbra mi gusto a nefandos placeres


(Las Flores del Mal. Charles Baudelaire)

Esta autoral propuesta de terror atmosférico que linda con el giallo consagró al genuino Giuseppe Avati (Bolonia, 1938), más conocido como Pupi Avati, como uno de los mejores directores dentro del cine fantástico italiano. Músico de jazz en sus comienzos, productor y también guionista (por ejemplo, en la polémica Saló, o los 120 días de Sodoma), su heterodoxia cinematográfica le hizo virar del Neorrealismo al orrore, pasando por el drama histórico, las aventuras y la comedia.

En unos años en los que la producción de gialli empezó a diluirse y a mezclarse inevitablemente con un tipo de horror más gótico o sobrenatural, Pupi Avati confeccionó La Casa de las Ventanas que Ríen. Para ello, según confesión propia, se inspiró en dos fuentes de perspectiva antropológica: por un lado, la crónica de sucesos («un hecho acontecido en el pueblo de Sasso Marconi poco antes de la I Guerra Mundial») y, por otro, la fábula campesina («la tradición, las leyendas del pueblo y la superstición típicamente italiana, un tesoro inestimable que merecía su espacio en nuestro cine»). El resultado fue una pieza macabra de gusto sorprendentemente italiano e intangible pavor donde la funesta naturaleza se basa en la sugerencia y la monstruosidad acecha tras lo cotidiano.

A la manera de El Hombre de Mimbre (1972), de Robin Hardy, la línea argumental de La Casa de las Ventanas que Ríen se centra en la conspiración de una comunidad arrogante que convierte al forastero en víctima de una ordalía endogámica en un contexto de omertà casi metafísica y surreal. La película de Avati presenta a un joven extranjero de ciudad, Stefano (Lino Capolicchio), que llega en los años cincuenta a un pequeño, plácido y soleado pueblo de la Emilia-Romagna (misma ubicación que en La Violación de la Señorita Julia) para restaurar un fresco del enigmático pintor Legnani que representa la imagen del mártir San Sebastián y permanece oculto bajo las paredes de la iglesia local.

La cinta hace gala de un acertado ritmo reposado que acompaña las indagaciones del protagonista conforme éste va comprendiendo que algo extraño sucede y que la obra del llamado «pintor de la agonía» (por su manía en retratar personas en el punto de muerte) puede ser el fiel reflejo de la realidad. En verdad, el imperceptible deslizamiento hacia los infiernos de Stefano resultará ser un regreso a la semilla del horror de la misma civilización, tan celosamente custodiada por la venerable Iglesia y solo accesible por la pulsión creativa del arte, aspectos que otorgan al filme cierto ánimo de crítica social y eclesiástica, a la vez que confirman la presencia recurrente en el giallo de la figura del artista como alguien con la sensibilidad adecuada para resolver el enigma (como David Hemmings en Rojo Oscuro, filme en el que, por otra parte, Avati inicialmente había colaborado con Argento).

La Casa de las Ventanas que Ríen (traducción literal del título original La Casa dalle Finestre che Ridono) es una mezcla inaudita de cuento terrorífico de elementos lovecraftianos y giallo naif, bajo cuyo manto se oculta un inquietante entramado de confesiones secretas, hipocresía social y sexualidades confusas. La atmósfera mórbida y progresivamente asfixiante, teñida de misterio y amenaza constante, hacen que la realidad de Stefano se convierta cada vez más en una pesadilla. La apuesta de Avati por la austeridad formal y por una ambientación rural, terrosa y luminosa, opuesto a las estridencias barrocas y los espacios urbanos y nocturnos del giallo, es otro de los elementos que confirman la fuerte personalidad del filme.

Llegados a este punto no cabe duda que definitivamente estamos ante una de las más originales y competentes películas del fantaterror italiano, máxime si le sumamos la impecable factura técnica, algo de lo que escasean no pocos gialli y filmes góticos italianos. La mejor obra del director de Zeder, más preocupado por investigar los mecanismos del horror que por enseñar sus efectos y consecuencias, rehuye, o pervierte, muchos de los estilemas del sanguinolento giallo, subgénero que ya agonizaba después de su sobreexplotación en el primer lustro de los años setenta, por lo que, con todo, sería discutible clasificarla como tal.

«Avati tiene el don de transmitir, mejor que ningún otro director, la repugnancia que sentimos cuando tememos lo peor, cuando miramos bajo las piedras o el polvo que hay debajo de una alfombra, cuando escuchamos tras la puerta unos desconocidos, y sus piedras, alfombras y puertas se ven forzadas a exponer los secretos más terribles que alberga el ser humano. Lo desconocido se convierte en un verdadero ‘Godot’ dentro de sus películas»
(Tim Lucas)
https://www.elhombremartillo.com/la-casa-de-las-ventanas-que-rien/

Uno de los directores que me faltaban, uno de los muchos, pero esto del cine es un pozo sin fin, es Pupi Avati. Un amigo me propuso verla y yo me dejé, lo que no sabía es que hacía tiempo que le había echado el ojo a esta misma película y estaba en mi lista de pendientes, junto con otras cientos de películas, pero bueno, estaba ahí.

Pupi Avati es un nombre menor, pero apreciado, dentro del Giallo italiano, así que tenía curiosidad por ver una de sus películas más conocidas, y que presupongo de las mejores (aunque en realidad no siempre coincide que la película más conocida sea la mejor, pero cuando no estás seguro te crees estás cosas). Y “La Casa de las Ventanas que Ríen” ha sido una confirmación de lo que esperaba ver, más o menos. No la pondría a la altura de los grandes, pero tampoco me pareció un película a la que le faltara virtudes, es una película irregular, llena de aciertos y errores, de ideas más o menos acertadas, pero ideas al menos, que juega con el espectador, a veces creando un clima interesante, otras con giros de guión forzados y delirantes. Sorprende que no abuse de la noche, de la oscuridad, las pocas escenas nocturnas están bien resueltas, creando la debida angustia y jugando con el espectador, pero una parte importante de la película transcurre de día, bajo la luz del sol, y además en un pequeño pueblecito campestre, luz y espacios abiertos, justamente lo contrario de lo esperado, por contra crea un micro-universo dentro del pueblo que podríamos definir como lynchiano (aunque el cine de Lynch sea posterior), con personajes caracterizados de forma extraña, rozando lo grotesco, la película tiene un tono extraño de pesadilla, sin que en realidad ocurra nada especial, solo con la caracterización de los personajes secundarios, esos extraños pueblerinos, y ese es quizás el punto fuerte de la película.

La excusa de la película es que un pintor va a un pequeño pueblecito para restaurar un cuadro de la iglesia dedicado al martirio de jesucristo, pintado originalmente por un pintor sifilítico local atormentado y obsesionado por la muerte que murió/desapareció de forma extraña. Un amigo que también esta en el pueblo le dice que hay algo extraño, y por supuesto muere cuando le va a explicar lo que sabe, por lo que el pintor se pone a investigar mientras que entabla una relación con la joven profesora del pueblo. La estructura narrativa no es muy original, la construcción del drama es algo previsible, como suele ocurrir en el cine de terror (no siempre, por suerte), todos podemos prever que el amigo morirá y que él se liará con la joven (y jamona) profesora. Pero eso no quita que la película tenga un principio prometedor, con unos acertadísimos títulos de crédito iniciales con una voz en off que luego se repetirá durante la película en una misteriosa grabación, y que te mete de lleno en un clima extraño de desasosiego. La ambientación levemente Lynchiana de los habitantes del pintoresco pueblecito hace el resto. Y a pesar de que hay algunas escenas de relleno y en ocasiones tengas la sensación de las situaciones y los espacios se repiten sin necesidad, ralentizando la trama más de lo conveniente.  El talento de Pupi Avati se nota en las escenas en las que parece tener más interés, por ejemplo en la que el protagonista descubre un gran desván en la casa que está viviendo, una escena rutinaria de película de terror filmada con un cuidado y un detalle, por ejemplo con la iluminación, cuando entra en la sala toda oscura y un haz de luz entra por la puerta quedando su figura a contraluz, una entrada que hace presagiar la gran importancia que tendrá el desván en el futuro, así como los cuidados movimientos de cámara mientras el protagonista mira lo que hay en el desván, la cámara parece moverse como si fuese un voyeur escondido, sin pretender ser en ningún momento el plano subjetivo de un personaje escondido, sencillamente el director quiere que sintamos la incertidumbre de un acto clandestino y misterioso. Detalles que contrarrestan  la torpeza narrativa de esas escenas repetitivas e innecesarias, y que sitúan a Pupi Avati un escalón por debajo de los grandes, pero también por encima de la pleyade de cineastas italianos mediocres, por no decir terriblemente malos, que en los 70 llenaron las salas con asesinatos grotescos.

Sin esas escenas de relleno y sin algunos detalles de torpeza, como la muerte del amigo del protagonista, en la que se nota demasiado que lo que cae del balcón es un muñeco, para eso no nos muestras su muerte, te centras en el cadáver y dejas que los espectadores imaginemos su muerte, hubiera sido más efectivo (y menos efectista). Otro problema grave es el final, y aquí es cuando digo eso de SPOILER (aunque no voy a desvelar el final, voy a hablar de él), es un problema de guión, el desenlace es grotesco y enfermizo, como mandan los cánones, y en ese sentido me pareció que la película funcionaba muy bien, hasta el momento final en que se desvela la identidad de una de las asesinas y…  además de poco verosímil, la escena esta desarrollada de tal forma que más que grotesca parece una chorrada… si haces un final “Scooby Doo”, lo que no me parece mal en una película tramposa y efectista como esta, y como lo era en realidad el Giallo, tan dado al exceso y al delirio, no lo hagas de una forma tan desganada y absurda, te curras un momento “Scooby Doo” de verdad, en la que el personaje demuestra ser un genio del maquillaje y quedas como un director efectista, pero también efectivo, que es lo que cuenta, pero no haces simplemente un cambio de voz que se nota a mil kilómetros que está doblada y muestras una prótesis mal hecha de lo que se supone que es una teta, y te quedas tan pancho, si montas el espectáculo, montalo bien, joder. Por lo demás el desenlace es más que correcto, lo grotesco, enfermizo y delirante del desenlace funciona muy bien (excepto por esa escena que os he detallado) y si aceptas sus defectos, la película te deja un buen sabor de boca, con algunos momentos excelentes y con un aroma enfermizo bastante interesante. Recomendable para los amantes del Giallo y del cine setentero.
Raúl Ruiz Serna.
https://35milimetrosacontraluz.wordpress.com/2013/11/03/la-casa-de-las-ventanas-que-rien-la-casa-dalle-finestre-che-ridono-de-pupi-avati-1976/


Stefano (Lino Capolicchio) viene ingaggiato dal Solmi (Bob Tonelli), sindaco di un paesino del ferrarese, per restaurare un affresco raffigurante il martirio di San Sebastiano.
L’opera è stata realizzata anni prima dal pittore pazzo Buono Legnani (Tonino Corazzari), morto suicida, anche noto come il “pittore delle agonie” per la sua inclinazione a raffigurare persone prossime alla fine.
Poco prima di iniziare i lavori, Stefano viene avvertito dall’amico Antonio Mazza (Giulio Pizzirani), che ha caldeggiato il suo intervento come restauratore, di alcuni misteri che riguardano l’affresco. Antonio, tuttavia, muore in un finto suicidio prima di poter entrare nei dettagli.
Stefano, quindi, decide di indagare da sé. E nel far ciò, incontra l’ostilità dell’intero paese, sostenuto, in un crescendo di emozioni e colpi di scena, soltanto dalla giovane maestra Francesca (Francesca Marciano), sua amante, e dal Coppola (Gianni Cavina), autista di piazza alcolizzato, custode di un terribile segreto.
La verità che a poco a poco emergerà sarà assolutamente sconvolgente.
Reduce dall’insuccesso del suo quarto lungometraggio Bordella, Pupi Avati realizza, con un budget risicatissimo e con una troupe di soli 12 elementi, un thriller-horror di pregevole fattura traendo spunto dalla favolistica nera contadina.
L’autore si ispira, in particolare, alla leggenda del “prete-donna” direttamente appresa da bambino ai tempi della guerra: “Io ero a Sasso Marconi, ero sfollato e mi veniva raccontata la storia de “La casa dalle finestre che ridono” […] Era la storia di un cimitero di San Leo dove vennero riesumate le tombe per risistemarle. E, nel riesumare la tomba del vecchio parroco, si accorsero dallo scheletro che si trattava di una donna. E allora, da quel momento, si sparse nella zona la diceria che potesse di notte appalesarsi un “prete-donna” […]”.

Ambientato nella bassa padana placida e soleggiata, popolata da personaggi pittoreschi e accoglienti, La casa dalle finestre che ridono, rifugge nelle premesse dai topoi foschi e inquietanti del genere. Ma è solo apparenza.
Non appena ci si addentra nella storia – blandamente cadenzata – ci si accorge, infatti, che dietro l’aspetto rassicurante di un microcosmo quieto si nascondono collusioni, misteri, insidie.
La provincia, quindi, non è il luogo sonnacchioso e ameno affidato ai soliti cliché.
Il male – sembra suggerire Avati in una sorta di ribaltamento dell’immaginario comune – si nasconde dappertutto, anche dentro casa.

Pervaso da un senso di inquietudine che aumenta col progredire del racconto, il film beneficia di un climax ascendente lento e inesorabile che tiene incollato lo spettatore alla poltrona per tutto il tempo e che culmina in un finale sconcertante e geniale che di per sé vale l’intera visione.
Non influiscono sul valore complessivo dell’opera né alcuni passaggi narrativi eccessivamente ellittici, né le scene d’amore tra Stefano e Francesca, troppo “scollate” dal resto del racconto.
Assolutamente funzionali alla narrazione, invece, risultano l’uso “chirurgico” degli effetti sonori, la fotografia dai toni caldi di Pasquale Rachini, nonché le musiche suggestive di Amedeo Tommasi.
Buona la prova d’attore di Capolicchio, elegante, ingenuo, caparbio, sebbene la parte del leone qui la faccia Gianni Cavina (sua è anche la voce del Legnani), davvero intenso e commovente nei panni dell’alcolista tormentato.
Dirige il tutto un ispiratissimo Avati, impeccabile nella scelta delle inquadrature, nell’attenzione per i volti e nel tenere alta la tensione di un racconto complesso.
Tra le curiosità, va ricordato che per la parte di Francesca, il regista bolognese aveva pensato a Mariangela Melato. Lo stesso Capolicchio, inoltre, avrebbe dovuto essere il protagonista di Profondo rosso di Dario Argento, film da sempre considerato “attiguo” al lungometraggio di Avati e con questo da molti ritenuto il miglior thriller all’italiana di sempre.

Per ammissione di Avati, si sarebbe dovuto trattare di un piccolo film “di recupero” e invece, grazie anche ad una sceneggiatura intricata e accattivante – realizzata dal medesimo regista unitamente al fratello Antonio, a Maurizio Costanzo e a Gianni Cavina – La casa dalle finestre che ridono si è rivelato un autentico capolavoro che ha dato vita, a sua volta, al sottogenere del cosiddetto “gotico padano”.
E ancora oggi, a distanza di più di quarant’anni dalla sua realizzazione, il film rimane a suo modo insuperato.
La casa dalle finestre che ridono resiste al passare del tempo grazie alla sua onestà, all’assenza di espedienti narrativi, allo “scavo” psicologico che porta ognuno dritto al centro delle proprie paure negandogli ogni certezza sublimata negli stereotipi, nei luoghi comuni: non esiste alcuna sicurezza, non si è mai completamente in salvo. Nulla è come sembra.
Inappuntabile, da ultimo, la scelta di un finale aperto, sospeso, che sembra voler invitare lo spettatore a spingersi al di là delle proprie inquietudini, laddove la paura stessa diventa motore dell’immaginazione e genera – per dirla con lo stesso Avati – “un’educazione al fantastico, all’immaginare che la realtà strabordi continuamente nell’irreale”.
Da culto
Pierpaolo Marcone
https://malatidicinema.it/2020/01/09/la-casa-dalle-finestre-che-ridono-1976-recensione/


In follia e morte di Buono Legnani
Stefano è un giovane restauratore a cui, con l’intercessione dell’amico Antonio, è stato affidato dal sindaco di un paese della provincia ferrarese l’incarico di riportare alla luce un affresco in una chiesa nella campagna circostante. L’opera è stata dipinta da un folle pittore del posto morto suicida vent’anni prima, Buono Legnani, e raffigura il martirio di San Sebastiano. Stefano rimane molto affascinato dall’affresco, ma pochi colloqui con il parroco Don Orsi ed altre persone del posto sono sufficienti a convincerlo che tanto l’opera quanto il suo autore non godono di altrettanta stima fra la gente del paese. Alcune telefonate anonime, che lo invitano ad andarsene rinunciando al restauro, e qualche frase sibillina di Coppola, l’iracondo ed alcolizzato tassista del luogo, gli insinuano il sospetto che l’affresco e il suo autore nascondano un qualche mistero che la morbosa sonnolenza del paese non riesce completamente a celare… [sinossi]
La casa dalle finestre che ridono si trovava dalle parti di Malalbergo, nel bolognese, ma organizzare un pellegrinaggio cinefilo è oramai inutile, perché non si trova più lì; dopotutto per passeggiare davvero nei luoghi in cui è ambientato il film è necessario spostarsi di una settantina di chilometri e raggiungere il comacchiese, quella zona di paludi, segreti, pesca e dubbi di endogamia che è tornata sulle pagine della cronaca nei giorni scorsi per la squallida vicenda di Goro e che l’Ariosto descrisse così nell’Orlando furioso: «…e la città ch’in mezzo alle piscose paludi, del Po teme ambe le foci, dove abitan le genti disiose che ‘l mar si turbi e sieno i venti atroci».
C’è chi afferma che in un primo momento Pupi Avati e il fratello Antonio (autori del soggetto e della sceneggiatura, quest’ultima anche in collaborazione con Maurizio Costanzo e il “fedelissimo” di Avati Gianni Cavina [1]) pensassero di ambientare la storia del dipinto maledetto, del pittore masochista e del prete-donna oltreoceano, negli Stati Uniti, e non ci sarebbe da stupirsi: molti horror e thriller italiani dell’epoca sfruttavano location straniere, dalla Friburgo di Suspiria di Dario Argento alla Vienna de Lo strano vizio della signora Wardh di Sergio Martino e Gli orrori del castello di Norimberga di Mario Bava, fino alla Georgia di Paura nella città dei morti viventi e alla Louisiana di …E tu vivrai nel terrore! L’aldilà, entrambi di Lucio Fulci. Lo stesso Avati, negli anni a venire, avrebbe trasportato l’orrore negli USA, come dimostrano i vari L’amico d’infanzia, Il nascondiglio e la miniserie televisiva Voci notturne, scritta dal regista e affidata per la messa in scena a Fabrizio Laurenti [2], con una parte della narrazione che si svolge a St. Louis.

Eppure rispetto ai titoli appena citati una scelta di questo tipo avrebbe nociuto, e non poco, a La casa dalle finestre che ridono. A distanza di quarant’anni dalla sua realizzazione appare più che mai evidente come l’intuizione geniale di Avati risieda proprio in quei luoghi lugubri e inospitali, ma perfettamente riconoscibili per lo spettatore italiano. Non più le fughe in mondi da fiaba nera ricostruiti in studio che fecero grande il gotico italiano, e addio anche alle metropoli del giallo, dalla Roma de La ragazza che sapeva troppo alla Torino di Profondo rosso. L’orrore è qui e ora, ma si nasconde nelle pieghe della provincia italiana, placida e accogliente solo a uno sguardo superficiale. La pianura padana, quel lungo orizzonte infinito all’occhio che sembra non poter nascondere asperità, è il luogo ideale per lavorare di contrappasso. Già nei primi due film, “orgogliosamente provinciali”, come ha più volte affermato Avati, si respirava quell’aria di opprimente calma che celava lo sfogo del macabro, del deviato, del mostruoso. Anche il terzo titolo della sua filmografia, La mazurka del barone, della santa e del fico fiorone, ambientato nella provincia ravennate ma girato tra Bologna e Ferrara, pur muovendosi in un racconto declinato in forma di commedia grottesca possiede squarci di “insania”.
Il fantastico e il lugubre prendono vita in maniera naturale lungo la via Emilia, per niente pacificata e ridente solo a uno sguardo superficiale. Sotto la placida cornice si cela un mistero infinito, come quello che riguarda il pittore Buono Legnani, morto pazzo dopo aver dipinto un affresco dai toni a dir poco paranoidi.

Con La casa dalle finestre che ridono Avati, che fino a quel momento aveva spesso lambito il “genere”, senza aderirvi in modo forte [3], trasforma il ferrarese in una piana sterminata, allucinata patria del mostruoso. Le difformità dalla norma che fino a quel momento erano state sfruttate per smuovere al riso lo spettatore e che di lì a pochi mesi si incarneranno in maniera definitiva tra i nani, le roulette russe e i resuscitandi di Tutti defunti… tranne i morti, svelano ora la loro vera faccia, un volto straziato e ghignante, crudele. Nessuno è quel che dice di essere nella piccola cittadina in cui si trova a lavorare – e a indagare, come da topos rispettato del giallo all’italiana – Stefano; per lui scrostare via le impurità dal muro della chiesa per cercare di preservare e riscoprire l’affresco significa metaforicamente togliere il velo a una società chiusa, per niente ospitale, dedita al culto dell’omertà.
Preservare e ri(s)coprire, i due verbi che rappresentano in pieno questa cittadina, vero protagonista oscuro di una vicenda che a distanza di quaranta anni continua a spaventare e angosciare gli spettatori. Smascherare, la chiave di ogni giallo che si rispetti, il punto d’arrivo di una detection qualsiasi, significa in realtà ne La casa dalle finestre che ridono aprire nuovi varchi al mostruoso, spingere il “male” a perpetrarsi una volta in più. E poi un’altra. E poi un’altra ancora. Avati prende di petto il sottogenere che sta dilagando in lungo e in largo nella produzione italiana dell’epoca, lo toglie dalla sua cornice urbana, lo trapianta nel non-luogo per eccellenza – una piana verdeggiante ma desertica, quasi come le emozioni che traspaiono dai suoi abitanti – e ne va a scardinare il punto cruciale. Laddove i protagonisti dei film di Dario Argento (per citare il maestro indiscusso del genere), con la loro azione da investigatori improvvisati mettono i bastoni tra le ruote al serial killer di turno, Stefano va a risvegliare il male nell’antro in cui si è andato a nascondere. Sembrano già presenti i germi à la Lovecraft che deflagreranno con forza pochi anni dopo in Zeder, nel quale l’orrore “reale” si tramuterà in soprannaturale – pur con legacci psuedo-scientifici nella spiegazione.

È dunque Stefano il colpevole, è la sua curiosità a far tracimare dall’argine in cui è stato recluso quel rimosso di violenza, sopraffazione e mostruosità che la cittadinanza aveva vissuto. In una realtà anchilosata la verità può avere un effetto ancor più devastante, e per niente gradito. La casa dalle finestre che ridono è anche l’urlo lacerato attraverso la fiaba nera di un microcosmo in cui cattolicesimo e fiero anti-clericalismo hanno combattuto guerre fredde e silenti, ben prima – e in maniera assai più ferale – che apparisse Guareschi con il suo Don Camillo. Non è un caso che i due luoghi tra i quali viene rimbalzato Stefano siano la chiesa e l’osteria/albergo, ed è ancora meno un caso che entrambi, in modo diverso, si dimostrino ostili al protagonista. Come in tutti gli horror di Avati la casa non è mai rifugio, il luogo chiuso è il primo mostro da combattere. Il microcosmo come malsano scrigno di segreti sanguinari. “I migliori crimini sono domestici”, insegnava serafico Alfred Hitchcock, e Avati sembra aver imparato in pieno la lezione.
Regista spesso sottostimato sotto il profilo prettamente tecnico, Avati dimostra una sensibilità acuta nel cogliere i motivi più intimi e profondi della paura: La casa dalle finestre che ridono si muove con apparente lentezza, la stessa della percezione di un tempo immobile quanto l’acqua paludosa in cui guizzano i capitoni, per poi infierire coltellate – virtuali al pubblico, reali per i personaggi in scena – improvvise, raptus di violenza angoscianti e di fronte ai quali ci si ritrova inermi. Giocando senza alcun timore con il tema dell’ambiguità, base di ogni indagine gialla ma qui rivestito di una componente sessuale e sociale (il prete, pastore/bestia, duplice nell’animo in quanto servo e padrone allo stesso tempo), Avati cosparge La casa dalle finestre che ridono di un unguento insalubre, apparentemente fantastico ma in realtà terraceo, reale, credibile, perfino documentato, visto che per stessa ammissione del regista l’intuizione che prende corpo nel colpo di scena finale si rifà a un fatto realmente accaduto a Sasso Marconi, nel bolognese.
Esempio di cinema che si allontana dalle grandi capitali dell’industria per raccontare il corpo deforme di una provincia troppo spesso ridotta a cliché rurale, addolcito da uno sguardo passatista, La casa dalle finestre che ridono rappresenta un punto di svolta, e con ogni probabilità l’apice del percorso artistico di Pupi Avati. A questo film guarderanno con deferenza non pochi autori, e non solo italiani; tra questi vale la pena ricordare un altro fiero “provinciale”, Lorenzo Bianchini, che si è mosso su direttrici simili nel suo quasi completamente sconosciuto Occhi, girato – come tutti i film di Bianchini – nelle vicinanze di Udine.

Note
1. Gianni Cavina è un avatiano della primissima ora, avendo partecipato già ai primi due semisconosciuti film del regista, Balsamus, l’uomo di Satana e Thomas (Gli indemoniati). Nel corso della sua carriera Cavina ha recitato in diciassette film diretti da Avati, l’ultimo dei quali in ordine di tempo è Il cuore grande delle ragazze, del 2011. È accreditato come sceneggiatore in altri tre film di Avati, tutti del periodo: La mazurka del barone, della santa e del fico fiorone, Bordella e Tutti defunti… tranne i morti.

2. Già regista de La casa 4 – Witchcraft (1988), Contamination .7 (1990) (in co-regia con Joe D’Amato), e La stanza accanto (1994). Tra i lavori diretti da Laurenti ‘spiccano’ i documentari Il segreto di Mussolini (2005), che ispirò il Bellocchio di Vincere, e Il corpo del Duce, discutibile al punto di sfiorare l’accusa di apologia di fascismo.

3. Balsamus, l’uomo di Satana è quasi la versione grottesca di quel che accadrà venticinque anni dopo ne L’arcano incantatore, Thomas (Gli indemoniati) è un para-thriller psicologico con tocchi di fantastico tra il gotico e Fellini, Bordella una satira politica con tocchi di fantastico (l’uomo invisibile che dice di chiamarsi Antelope Cobbler). Tutto questo senza dimenticare la partecipazione allo script della commedia-horror Il cav. Costante Nicosia demoniaco ovvero: Dracula in Brianza di Lucio Fulci (con un “vampiresco” Lando Buzzanca) e soprattutto quella non accreditata alla sceneggiatura di Salò o le 120 giornate di Sodoma, ultimo capolavoro di Pier Paolo Pasolini che può con ogni diritto essere riconosciuto come uno dei film più terrificanti della storia del cinema.
Raffaele Meale
https://quinlan.it/2016/11/01/la-casa-dalle-finestre-ridono/

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